jueves, 11 de diciembre de 2008

150 Cocktails for you. Michael P. King


Resulta difícil encontrar una obra maestra entre los que se podrían denominar libros prácticos, o libros en general que se salen del campo puro y duro de la literatura o del ensayo. Resulta arriesgado también recomendar un libro, para los teóricos amantes de la literatura que frecuentan este blog, que en principio, y solo en principio, nada o muy poco tiene que ver con la literatura. En esta ocasión, os presento una auténtica obra maestra, un libro que tiene mucho que ver con literatura, y con muy buena literatura, además, que habla básicamente de los orígenes, la historia y todos y cada uno de los elementos que componen un buen cocktail, y que además nos brinda la oportunidad de conocer, practicar su elaboración y poder deleitarnos con nada menos que ciento cincuenta de los más famosos.

Michael P. King ha compuesto una auténtica sinfonía para los sentidos, de una manera profesional, admirable, rigurosa, respetuosa y sobre todo, y eso es algo que se detecta desde las primeras líneas, muy humana. Su manera de enfocar el tema de los cocktails, que para cualquiera que se asomara desde la distancia y el desconocimiento podría parecer un tema superficial o poco sugerente, consigue atrapar tanto a los iniciados en este fascinante mundo, como a los auténticos profanos, entre los que no me importa reconocer públicamente que me encontraba yo mismo hasta la lectura, detenida y tranquila, de esta gran enciclopedia dedicada al placer de beber una buena copa. He descubierto con la lectura de “150 cocktails for you” que existe vida, o más bien bebida, después de los famosos “Margarita”, “Mojito”, “Daiquiri” o “Destornillador”, por nombrar unos cuantos, los que constituían hasta ahora mi bagaje en este fascinante mundo.

Ya desde la introducción detectamos a primera vista la profesionalidad, el respeto, y sobre todo el amor que ha puesto Michael P. King al escribir estas líneas. Se nos presentan en la misma, de forma atrayente, algunas pinceladas de lo que nos vamos a encontrar al proseguir la lectura. Como singular muestra de que no nos encontramos ante un simple libro de recetas para elaborar bebidas alcohólicas, el autor nos cuenta una jugosa anécdota:

“El gran académico francés Jean Cocteau, apasionado de este tipo de bebidas, consciente de que su apellido no podía ser el plural de cocktail, muy a su pesar, lo compensaba comentando que si no hubiese sido escritor, habría sido barman”.

Pasamos tras esta sugerente introducción a la parte en la que se nos narra la historia de la palabra “cocktail”, sus orígenes y las leyendas relacionadas con ella. Nos enteramos así de que en las peleas de gallos, por ejemplo, era costumbre del propietario del gallo vencedor reclamar la cola del gallo vencido, con las palabras “let´s have a drink on the cock tail” (bebamos en la cola del gallo), y de que en las tabernas de la región francesa de Bordeaux se despachaba una mezcla de bebidas que se servían en una jarra llamada “coquetel”, y de otros muchos posibles orígenes, entre los que Michael P. King nos brinda amablemente la posibilidad de escoger el que más nos guste.

Hemos llegado así a la página 13. Después de unas cuantas definiciones, nos encontramos con un curioso “decálogo del barman”, del que entresaco, por sugerentes, unas cuantas frases:

- La misión del barman es alegrar, no embriagar
- Habla lo necesario, no escuches lo ajeno y olvida las confidencias
- Haz del cliente un amigo y no del amigo un cliente

A continuación se nos muestran en unas tablas la relación completa de los 150 cocktails que nos vamos a encontrar. En dicha tabla se muestran ya, como anticipo, algunas de las características de las bebidas analizadas, como son el nombre, el tipo (after dinner, before dinner, long drink y fancy drink), el recipiente en el que se prepara, y el porcentaje de alcohol, entre otros datos interesantes. Hasta la página 28 nos pormenoriza el autor los utensilios empleados para la elaboración de las mezclas, los recipientes en las que se sirven, las clasificaciones en cuatro grandes grupos, una clasificación de los ingredientes más utilizados y una referencia muy interesante a la I.B.A (International Bartenders Asociation), una asociación encaminada a difundir y estandarizar el mundo del cocktail, a nivel mundial y entre sus asociados. Toda esta parte está profusamente ilustrada, con dibujos correspondientes a cada recipiente o utensilio utilizado, así como ilustraciones que cierran o abren los diferentes capítulos.

Después de una referencia histórica al origen de las bebidas alcohólicas y al grado alcohólico de las mismas, nos introducimos de lleno en uno de los apartados más profusos del libro: el correspondiente a los ingredientes. De manera pormenorizada, rigurosa y sistemática, el autor nos relaciona todos y cada uno de los componentes de los cocktails analizados, explicando su origen, su historia, y reflejando en un cuadro final el cocktail que se puede preparar con dicho ingrediente y la página en la que se encuentra. Teniendo en cuenta que este apartado discurre entre la página 31 y la página 115, podéis haceros una idea de la importancia y la rigurosidad que el autor ha querido transmitirle.

Pasamos, después de un preámbulo y un glosario, a las fichas de los cocktails propiamente dichas. Cada ficha ocupa una página, y viene encabezada por una imagen del cocktail en cuestión, un cuadro en el que se resumen los ingredientes y las proporciones de los mismo, el nombre de la bebida, y unos cuantos datos interesantes (el tipo, el sabor, el grado de alcohol, el país de origen y si está o no homologado por la IBA). Después de la ilustración correspondiente al recipiente en el que se sirve, se nos pormenoriza la forma de prepararlo y la historia del mismo. Todas las fichas vienen por orden alfabético, y os puedo asegurar que resulta fascinante el origen de las bebidas a las que hacen referencia las fichas. Resulta complicado no correr a la cocina a preparar cada una de las mezclas, os lo aseguro, lo que sin duda supondría un grave deterioro para nuestra salud, pero un placer para los sentidos si lo hacemos con la moderación requerida para estas cosas.

En la página 271 comienza uno de los capítulos que más me atrajeron del libro desde un principio: la galería de famosos y grandes bebedores (“Seguro que no están todos los que lo fueron, pero si lo fueron todos los que están”, nos dice Michael). Aquí, nos cruzamos con Churchill, Bogart, Luis Buñuel, Truman Capote, Faulkner, Dean Martín, Hemingway, por supuesto, y otros muchos de los que, aparte de contarnos su singladura vital, Michael P. King nos desgrana, al final de cada apartado, jugosas anécdotas del personaje relacionadas con sus encuentros con el alcohol. La elegante forma que ha elegido el autor para esta parte, resaltando en negrita ese aspecto lúdico de cada uno de los famosos analizados, atrae al lector como un imán, ávido de descubrir el lado etílico de sus admirados e inmortales personajes. Son tantos, de hecho, que hemos llegado, disfrutando del placer de la lectura, hasta la página 311 nada menos, en la que el autor cierra el libro con unas cuantas frases célebres relacionadas con el tema que se ha tratado a lo largo de toda la obra.

El libro está publicado de momento en Bubok, esperando el momento, que no me cabe ninguna duda de que no va a tardar mucho, en que alguna editorial importante se interese por el. El enlace del mismo, para que corráis ahora mismo todos a comprarlo, es el siguiente:

http://www.bubok.com/libros/5481/150-Cocktails-For-You

Aunque a priori pudiera parecer que el precio es excesivamente caro, no resulta así si caemos en la cuenta de que se trata de un libro de más de trescientas páginas, editado a todo color con ilustraciones y en un formato din A4. Siempre os queda también la posibilidad de adquirirlo en su versión en pdf, mucho más asequible, pero sin duda no tan sugerente como la soberbia edición encuadernada.

No me queda mucho más que decir. Comentaros simplemente que he disfrutado profundamente con la lectura de este libro, que sobrepasa con autoridad la clasificación de libro práctico, para alcanzar por méritos propios la categoría de auténtica obra maestra. Mi más cordial enhorabuena a Michael P. King por haber sabido conjugar con tanta maestría los ingredientes históricos, literarios y lúdicos con los que contaba. Nos ha demostrado a todos que no solo sabe mezclar con profesionalidad licores y otros líquidos, sino también emociones, sentimientos y toda clase de recursos literarios.

jueves, 7 de agosto de 2008

La búsqueda. Blanca Miosi


Siempre me ha invadido un gran desasosiego al enfrentarme a temas relacionados con la crueldad humana en cualquiera de sus manifestaciones. Me ocurre debido al sufrimiento que me han provocado siempre películas como “Missing”, de Costa Gavras, “Gallipoli”, de Peter Weir, “La lista de Schindler” o, más recientemente, “El pianista”. Son películas que he visto una vez, me he rebozado en el horror durante su visión, y dudo que vuelva a verlas otra vez, a menos que lo hiciera para mostrarle a mi hijo de lo que puede llegar a ser capaz el ser humano cuando la locura de la sangre se apodera de el.

Tuve el primer contacto con el horror cuando leí “Odessa”, ya comentada en este blog, novela en la que se relata la trayectoria de un superviviente del holocausto. He leído infinidad de artículos y libros en los que se contaba la tragedia, esa y otras, como las barbaries perpetradas en las dictaduras de Pinochet, los militares argentinos o el mismísimo Pol Pot en Camboya.

Puede que fuera esa especie de aprensión ante el horror una de las razones que me han llevado a retrasar, de forma quizá inconsciente, la lectura de “La búsqueda”, de Blanca Miosi. Utilizando autoexcusas como la falta de tiempo o motivos familiares, relegaba la lectura de un libro que compré hace más de seis meses.

No sé realmente cual fue el motivo que me empujó a cogerlo de la estantería antes de ayer. Quizá se tratara de mi reciente viaje a Alemania, o de la atractiva portada, tantas veces vista y otras tantas abandonada de nuevo. El caso es que empecé a leerlo...

Y amigos, os juro que no pude parar.

De no ser por razones de todos conocidas como son el trabajo o las necesidades físicas que nos suelen acompañar, habría acabado con el libro el mismo día. No pudo ser, y lo terminé anoche. Anteayer tuve que cerrarlo finalmente a las dos de la madrugada, con grave perjuicio para mi rendimiento laboral del día siguiente.

¿Qué es lo que tanto me atrajo de la historia de Waldek Grodek, tan magistralmente narrada por Blanca Miosi, como para no poder despegarme del libro hasta acabarlo?. Después de razonar durante bastante tiempo, he llegado la conclusión de que lo que más me atrajo del libro fue un aspecto muy simple: su sencillez. Los aspectos que nos narra Waldek en sus memorias están filtrados por su especial visión, una visión sencilla, sumamente humana y en ciertos aspectos bastante inocente. Waldek parece conservar para siempre esa inocencia que le hace sentir fascinación, de niño, ante los uniformes militares que, en un gran desfile en una gran avenida de su querida Polonia, rinden homenaje al monstruo que desencadenó esa gran tragedia para la humanidad.

Existen otros libros posiblemente más conocidos sobre las vivencias en un campo de concentración, pero el que nos escribe Waldek es sin duda uno de los más humanos que jamás haya leído. El mismo Waldek nos dice en varias ocasiones que no cree en la política, que desconfía de unas personas que, sin ningún remordimiento, permitieron a Hitler destruir casa por casa, piedra por piedra, la ciudad de Varsovia. Ese desprendimiento del matiz político, se refleja en sus escritos, tanto en los referidos a sus tiempos en los campos de Gusen y Mauthausen como en los que nos cuenta sus peripecias en Francfurt con su amigo Stefan como su salto a ese “paraíso de palmeras y mujeres” que constituía para Waldek el Perú. Por poner un ejemplo de lo que quiero decir, creo que otras joyas reconocidas de la literatura universal, como “Vida y destino”, “Archipiélago Gulag” o “Doctor Zhivago”, se pierden tanto en disquisiciones políticas y descripciones de los artífices de la tragedia (Hitler, Stalin, Trujillo...) que llegan a aburrir un poco al lector que busca más el lado humano del infierno, un matiz del que “La búsqueda” anda más que sobrada.

Resulta también sumamente fascinante la capacidad de Waldek para analizar el alma de cada persona que se cruza en su camino, por encima de cualquier otra consideración. Valora en gran medida a Neumann, el médico alemán que le salva la pierna incrustándole un trozo de hueso de un cadáver también alemán. Se enamora de Helga, una mujer de oscuro pasado nazi, y nos dice, en una inolvidable frase del libro, que recuerda la actitud reflejada en la película “portero de noche”, que “parecía que ella supiese pulsar en mi el vestigio del Waldek sumiso de los días de Mauthausen”. Waldek está muy por encima de la mera catalogación a la que solemos someter a nuestros semejantes. Es siempre capaz de encontrar el lado humano de quien le trata, desde el árabe embaucador y sin embargo simpático que conoce en Perú, hasta el mismo Kéller, un ex agente de la Gestapo que le acoge como a un hijo. Como reciprocidad a su condescendiente y amable naturaleza, es cierto también que Waldek ha tenido la gran suerte de conocer, incluso en el interior del infierno, a gente buena que le ayuda a sobrevivir, como la joven prostituta que le llama cuando quiere arrojarse a las alambradas electrificadas para acabar de una vez con todo después de recibir una brutal paliza, hasta Krulik, el técnico de la fábrica de aviones que le ayuda, pasando por Mónica, la mujer que le cura el paludismo en Perú.

A lo largo de su periplo vital, y de su “búsqueda”, Waldek pasará de la riqueza “a las más altas cimas de la pobreza”, como diría Groucho Marx, sin importarle un carajo su situación. Se sabe capaz, después del infierno vivido en su juventud, de solventar cualquier situación en la vida, por muy adversa que esta sea. Lleva con la misma elegancia un traje forrado de billetes en Nápoles que un mono de color gris en Perú. No es su aspecto lo que le importa (aunque le ayuda mucho con las mujeres, no cabe duda), sino su alma, su forma de ser, esa filosofía particular que le permite caminar con la cabeza alta en cualquier circunstancia. No duda un momento en quedarse con una mano delante y otra detrás para librarse de un matrimonio opresivo en Perú, o en acompañar al árabe en sus extraños negocios con telas “Made in England”. No vive la vida, en una palabra: la devora. Es envidiable la forma en que alguien que ha conocido de cerca la muerte se sustrae a ella para vivir intensamente.

El libro nos narra momentos terribles de una forma que les quita en cierto modo carga. Waldek mira fascinado, sin sentir nada, como se retuercen los cadáveres, como si estuvieran vivos, en el horno crematorio. Ha visto ya tanto horror que se ha vacunado contra el. El episodio de las torres gemelas se narra desde su punto de vista, siempre humano, siempre alerta a la supervivencia que ha desarrollado en sus sentidos tanto padecimiento. Este último horror, que le hace desistir en su búsqueda y le convence para siempre de que el mal siempre está acechando, lo vive Waldek al extremo, a punto de morir ahogado por el humo. Es memorable la frase que pronuncia hacia el final de la novela, cuando dice “¿Qué clase de gen de maldad comparten Hitler, Stalin, Bin Laden y tantos otros que han provocado la desdicha y siguen provocando la desdicha de tantos millones de personas? Y lo más extraño de todo: ¿porqué tanta gente los sigue?”. Esto último es algo que me he preguntado en infinidad de ocasiones. El terrorismo no existiría si no hubiera una cantera de fanáticos dispuestos a mantenerlo. Resulta imposible acabar con eso.

Desconozco la aportación de Blanca Miosi a las memorias de Waldek. Hago conjeturas, y me imagino a Waldek, con un vaso de Schnaps o Vodka en la mano, noche tras noche, contándole a Blanca su peripecia vital, que la gran escritora transformará en una bella historia inmortal. Podría ocurrir también que ella recibiera el manuscrito y lo transformara, dotándole de esa fuerza vital que tiene. Podría ser que el manuscrito en si ya tuviera esa fuerza, y que Blanca lo aderezara con algunos pasajes producto de su imaginación. Podría resultar incluso que todo el libro, incluido el personaje, fuera una invención de Blanca...Esta última conjetura se disipa al visitar el blog de la novela y comprobar que Waldek es un personaje de carne y hueso, que conoce a Blanca y que aparece con ella en algunas fotografías. Os invito a visitar el blog, tan magnífico como el libro, en esta dirección:

http://labusqueda-por-blancamiosi.blogspot.com/

Os puedo asegurar que no os defraudará.

Mi más sincera felicitación, Blanca, por esta gran novela, y por favor: no nos hagas esperar mucho hasta tu próxima aportación a la literatura con mayúsculas.

viernes, 13 de junio de 2008

La marcha Radetzky. Joseph Roth


Me cuesta catalogar esta novela de “Novela histórica”, sobre todo por lo denostado que está hoy en día un género que nos ha legado obras tan imprescindibles y tan alejadas de las inmundicias que se engloban hoy en ese género como “El nombre de la rosa”, la novela comentada hoy, o la trilogía de Claudio, de Robert Graves. Nada que ver, ninguna de estas novelas, con bodrios infumables como códigos Da Vinci, sábanas santas y todas las demás tonterías que invaden insolentemente las estanterías y las mesas de los centros comerciales. “La marcha Radetzky” es para mi gusto la segunda mejor novela histórica que he leído de todos los tiempos, solo superada por la inimitable “El nombre de la rosa”, el canon por excelencia del género, y a la que dedicaré sin duda una entrada algún día.

Para los profanos en lo que a música clásica se refiere, comentarles simplemente que la marcha Radetzky cierra todos los años el concierto de Año Nuevo que se retransmite al mundo desde Viena. Es inconfundible el toque de tambor inicial y las palmas de los encorsetados asistentes al concierto acompañando el ritmo de trompetas y timbales. Seguro que a más de uno de vosotros le ha despertado en más de una ocasión esa explosiva marcha militar, contemplada por vuestros padres mientras vosotros, con la cabeza resacosa y la garganta como papel de lija, tratabais de recuperaros de una noche de excesos.

La marcha Radetzky nos cuenta la historia de tres miembros de la familia Trotta, encumbrada por un suceso tan casual como anodino: el abuelo Trotta salvó a Francisco José, emperador del imperio Austro-Húngaro, de una muerte segura en la batalla de Solferino. Así de sencillo y así de triste. El abuelo, una persona del campo bastante sencilla, no acepta la mentira que supone que los libros de texto relaten su hazaña de una forma épica, cuando en realidad se había producido de la forma más tonta.

La novela narra de manera magistral la inevitable decadencia de la familia Trotta, fiel reflejo de la decadencia de toda una época de esplendor, de toda una sociedad encantadora y burguesa que se deshizo en pedazos a causa de la fragilidad de sus fronteras y de la variedad irreconciliable de los pueblos que la formaban. El Imperio Austrohúngaro desapareció después de la Primera Guerra Mundial, provocada por el asesinato del heredero en Sarajevo a manos de un nacionalista servio, pero había desaparecido mucho antes, al menos en espíritu, ante los inevitables avances del mundo en materias como logros sociales, técnicos e industriales. El imperio Austro-húngaro se asociaba inmediatamente al lujo, a las lámparas de araña, a los bailes de salón y a la colorista corte imperial, con las risas de la emperatriz Sissi impregnándolo todo. Lejos queda la revolución rusa, las reivindicaciones nacionalistas de servios y rusos, los continuos hostigamientos de Turquía y las pretensiones de Francia.

Desde la glamourosa Viena parecían más alejadas de lo que en realidad estaban las fronteras del imperio, y esto es algo que se refleja a la perfección en el acertado retrato que de esa encantadora sociedad nos hace Joseph Roth.

La parte correspondiente al abuelo apenas ocupa un par de capítulos del libro. Se habla de su solemnidad, de su parquedad de palabras, de su inmenso apetito y de la única vez que mostró cierta alegría, ante un retrato que pinta para el el amigo pintor de su hijo. Nada más. Su ridículo enfado ante la exageración de su acción en Solferino le empuja a entrevistarse con el mismo emperador, que respira aliviado cuando el buen hombre abandona el palacio imperial.

A partir de aquí, la historia se centra en los dos personajes principales: el jefe de distrito Franz Trotta, y su hijo Carl Joseph. El hijo y el nieto del héroe de Solferino, respectivamente. Durante una visita a su padre, el joven cadete conoce por casualidad a la esposa de un oficial, Slama. Resulta increíble la sensualidad que se desprende de la narración de la visita del joven a la casa, con la señora Slama insinuándosele y con el joven cayendo rendido ante los lazos del amor. Posteriormente, la mujer de Slama muere, y cuando Carl Joseph visita al oficial para expresarle sus condolencias, este le entrega, sin mostrar ningún signo que refleje el más mínimo sentimiento, un paquete con las cartas que el joven le había enviado a su amada. Resulta estremecedor leer esta escena, que se desarrolla bajo la lluvia y con el cadáver de la sensual Slama todavía caliente, pero más estremecedor resulta el encuentro de Carl Joseph con su padre en el café de la Villa, donde este le pregunta, sin mostrar tampoco ninguna alteración, si Slama le ha entregado el paquete de cartas.

La indiferencia ante el hecho de que Slama conociera las relaciones de su hijo con su esposa, se refleja magistralmente por parte de Roth en el comentario que el jefe de distrito le dirige al camarero que le trae la cuenta de la consumición que han tomado. “Dígale a la señorita que nosotros solo tomamos Hennesy”. Simplemente sublime.

Dejemos hablar un poco a Roth, en uno de los pasajes sin duda mejor escritos de la historia de la literatura:

“En aquel tiempo, antes de la Gran guerra, cuando sucedían las cosas que aquí se cuentan, todavía tenía importancia que un hombre viviera o muriera. Cuando alguien desaparecía de la faz de la tierra, no era sustituido inmediatamente por otro, para que se olvidara al muerto, sino que quedaba un vacío donde él antes había estado, y los que habían sido testigos de su muerte callaban en cuanto percibían el hueco que había dejado. Si el fuego había devorado una casa en alguna calle, el lugar del incendio permanecía vacío por mucho tiempo, porque los albañiles trabajaban con lentitud y circunspección, y los vecinos, a los que pasaban casualmente por la calle, recordaban el aspecto y las paredes de la casa al ver el solar vacío. Así eran entonces las cosas. Todo cuanto crecía, necesitaba mucho tiempo para crecer, y también era necesario mucho tiempo para olvidar todo lo que desaparecía. Pero todo lo que había existido dejaba sus huellas y en aquel tiempo se vivía de los recuerdos, de la misma forma que hoy se vive para olvidar rápida y profundamente”.

Uno de los personajes más singulares de la novela es Jacques, un anciano mayordomo que ya había servido al abuelo Trotta y que permanece al servicio del jefe de distrito. Este hombre permanece en su puesto hasta el mismo final de su existencia, lo que parece afectar bastante a su señor.

La trayectoria de Carl Joseph parece disgregarse gradualmente, como si nunca hubiera conseguido recuperarse del suceso con la señora de Slama. Sus dudas sobre su papel de militar le asaltan constantemente, y para dulcificar en cierto modo su tormento se entrega sin ningún pudor a placeres tan peligrosos como el juego, el alcohol y las mujeres fatales. Roth describe uno de sus episodios febriles:

“Soñaba, en voz alta, que los muertos le llamaban, y que ya le había llegado la hora de marcharse de este mundo. El viejo Jacques, Max Demant, el capitán Wagner y los obreros desconocidos muertos a tiros, todos se ponían en fila y le llamaban. Entre Trotta y los muertos había una mesa de ruleta vacía, sobre la que giraba la bola, que no movía mano alguna, y que sin embargo giraba constantemente”.

La novela transcurre hasta el momento en que el heredero al trono imperial es asesinado en Sarajevo. Sin entender muy bien las razones, todo el imperio se moviliza para participar en la guerra. En un ridículo episodio, en sus inicios, el joven Trotta es abatido a tiros mientras transporta unos cubos de agua. Una muerte absurda, que sume a su padre, con toda lógica, en una profunda depresión.

“La carta del comandante Zoglauer, que también había muerto, seguía en el bolsillo interior de la chaqueta del jefe de distrito. Cada día volvía a leerla y la mantenía así en su terrible novedad, como cuidan una tumba amorosas manos. ¿Qué le importaban al señor de Trotta los cien mil nuevos muertos que habían seguido a su hijo?. ¿Qué le importaban las órdenes apresuradas y confusas de sus superiores inmediatos, órdenes que aumentaban cada semana?. ¿Y qué le importaba que se hundiera el mundo, esa catástrofe que veía ahora con mayor evidencia que Chojnicki, el que en otros tiempos fue profeta?. Su hijo estaba muerto. Su propio cargo había terminado. Su mundo había desaparecido.”

Sin duda, una gran novela que conseguirá captar toda vuestra atención desde el principio hasta el final.

miércoles, 14 de mayo de 2008

Diálogos de Carmencitas


He decidido recopilar en un libro quince de los dieciséis relatos escritos hasta el momento en mi blog “Los relatos del acompañante”. Los amigos de BUBOK brindan la oportunidad de publicar tu libro a tu gusto, controlando la portada, el tamaño, el tipo de papel...Creo que el resultado es lo bastante digno como para comprarlo, y a un precio asequible. La forma de pago también es una novedad, pues se puede pagar con cualquier tarjeta, y también mediante el sistema Paypal.

Los relatos van desde el primero, “Dulce Navidad”, publicado en Diciembre de 2007, hasta “Amaretto sensual”, que apareció en Marzo de este año. He utilizado uno de los relatos, “Al viento le pregunto”, dividiéndolo en dos partes y modificándolo ligeramente, para añadir a la recopilación una presentación y un epílogo. Hay una dedicatoria especial a Edda, fiel lectora de mi blog, que con sus inteligentes comentarios y sus apreciadas palabras de ánimo me ha animado cada semana a seguir con el blog.

La dirección para comprar los libros es la siguiente:

http://felixon.bubok.es/

También tenéis la opción de leer los relatos, gratis, en el blog, cuya dirección es la siguiente:

http://relatosdefelix.blogspot.com/

Aunque lo más seguro es que, cuando leáis un par de relatos, estaréis deseando comprar el libro.

domingo, 6 de abril de 2008

Odessa. Frederick Forsyth


Antes de que Frederick Forsyth coqueteara con ese pensamiento más o menos ultraderechista que se le atribuye últimamente, mucho antes, diría yo (Odessa fue escrita en 1972), fue capaz de escribir dos auténticos monumentos a la literatura política de todos los tiempos. No creo equivocarme demasiado si afirmo que tanto “Odessa” como “Chacal” supusoeron un placer para los incipientes lectores de aquella época. Podría haber escogido cualquiera de las dos novelas para esta entrada, ya que me gustó una tanto como la otra, pero he elegido “Odessa” simplemente porque la adaptación cinematográfica que hizo de ella Ronald Neame en 1974, me pareció mucho más acertada que la que hizo de “Chacal” Fred Zinneman en 1973. De la considerada tercera gran novela de Forsyth, “Los perros de la guerra”, ni conseguí leer el libro ni, por supuesto, ver la película. Me pareció mentira, bajo la humilde opinión del lector incipiente que todavía era yo en aquella época, que un autor pudiera degradarse tanto en su tercera novela, después de haber escrito dos auténticos hitos de la literatura.

Creo que tanto “Chacal” como “Odessa” supusieron para los lectores de aquella época un éxito parecido al que han podido disfrutar hoy fenómenos como “El código Da Vinci” o “El ocho”, pero infinitamente mejor escritos. Quedaba todavía lejana en el tiempo la aparición de novelas como “El nombre de la rosa” o “La marcha de Radetzky”, que inaugurarían, bajo mi punto de vista, el gusto oficial por la novela histórica propiamente dicha. Los libros no eran entonces un artículo de lujo, como lo son ahora. La edición que tengo de “Chacal”, de Ediciones Reno (¿quien no tiene en su casa “Sinuhe el egipcio” de Reno?). Era un librito modesto, de tapas no blandas, sino blandísimas, coloreadas. La edición de “Odessa”, un poquito más cuidada, es de Plaza y Janés, el número 5 de una colección reciente, llamada “Manantial”, y costaba 75 pesetas, es decir, menos de medio euro. No puedo resistirme a copiar los cuatro primeros títulos de esa colección, que figuran en la sobrecubierta, y que constituyen por sí solos verdaderos iconos de los que por aquellos tiempos empezábamos a leer. El número 1, “El exorcista”, de William Peter Blatty. El 2, “Odessa”, el 3 “Avenida del parque 79, de Harold Robbins (¿no os acordáis?. Posiblemente el primer culebrón), y el 4, “Banco”, de Henry Charriere, que ya se había encumbrado por méritos propios con una obra tan fundamental y nostálgica como “Papillón”, que todos los que tenéis mi edad recordareis sin duda. Simplemente por hurgaros un poquillo en la conciencia, y para situar en cierto modo el campo de acción, os nombraré también “Pelma 1,2, 3”, la ya mencionada “Sinuhe el egipcio” o toda la saga de Sven Hassell, editada también por Reno.

“Odessa” tiene un comienzo fascinante. Dos personas mueren al mismo tiempo en 1963, el presidente Kennedy, en Dallas, y Salomón Tauber, en Alemania. Un reportero especializado en artículos sobre los bajos fondos, Peter Miller (interpretado en la película por John Voight, el padre de Angelina Jolie, para que nos entendamos) escucha por la radio la noticia de la muerte de Kennedy. Todos los coches de la autopista por la que circula se paran en el arcén, para escuchar mejor la tragedia.

Cuando llega a la ciudad, asiste a la retirada del cadáver de una anciano judío, Salomón Tauber, y poco después llega a sus manos un diario, en el que el anciano describe el triste devenir de su existencia en el campo de concentración de Riga, gobernado por el cruel Roschmann (en la película, Maximilian Schell). Cuando finaliza la lectura del diario, por el que ha sido completamente absorbido, Miller se propone encontrar a Roschmann, y para ello emprende una búsqueda por media Europa, entrando en contacto con personas implicadas en los sucesos protagonizados por los nazis durante la Segunda Guerra Mundial, tanto de un lado como del otro.

Miller conoce a Simon Wiessenthal, el cazador de nazis, personaje real, que se dedicó en cuerpo y alma a perseguir a criminales de guerra nazis para entregarlos a la justicia. Este le pone en contacto con varias organizaciones, que van conduciendo a Miller hasta el mismo corazón de la organización conocida como Odessa, encaminada a ayudar a escapar a los nazis a Latinoamérica o a otros países, proporcionándoles una personalidad falsa y toda la documentación necesaria para que puedan escapar. Una vez en el corazón de la organización, Miller llega hasta el mismo Roschman, presidente de una gran compañía que se dedica a fabricar mísiles para los rusos.

Toda la novela está enfocada hasta este tenso encuentro, entre el periodista y el antiguo director de un campo de concentración en el que perdieron la vida más de 80.000 personas. El nazi, que parece no haber perdido nada de su ancestral falta de respeto por la vida humana, le pregunta al periodista “pero a usted, ¿qué le importa la vida de unos cuantos judíos más o menos?”, y se queda atónito cuando Miller le responde que nada. El lector se queda entonces también sorprendido, y se sorprende mucho más cuando le recuerda a Roschman un episodio del diario de Salomón Tauber, en el que se describía, casi al final del mismo, la huida que emprendió Roschman, acompañado de unos cuantos prisioneros. Al ir a coger un barco para escapar, un oficial del ejército alemán le cerró el paso, diciéndole que el barco estaba destinado a evacuar a heridos de guerra. Roschman no podía enfrentarse a un militar de un grado superior al suyo, así que simplemente, cuando el otro le volvió la espalda, le descerrajó un tiro en la espalda. Es entonces cuando nos enteramos, al final de la novela, de que aquel oficial era el padre de Miller.

“Odessa” está repleta de estrategias para escapar de los antiguos criminales de guerra nazis. Provoca una cierta desazón pensar que la mayoría consiguió escurrir el bulto, y que hoy en día, zonas como Denia, Altea o muchos pueblos de Málaga, además de una gran zona de Paraguay o Uruguay, pueden estar infestadas de ellos y de sus descendientes. Es posible que realmente existieran organizaciones como Odessa, financiadas por las ingentes cantidades de dinero que los nazis les robaron a sus víctimas judías. El mismo Forsyth, en la presentación del libro, agradece a todos los que le han ayudado a escribirlo, y a pesar de considerar que es una buena costumbre citar los nombres de las personas hacia las que va destinado ese agradecimiento, en el caso de “Odessa” es mejor no hacerlo, ya que muchos de sus confidentes son antiguos nazis que prefieren permanecer en el anonimato, y otros que, a pesar de no habérselo pedido, Forsyth considera más sensato que no se conozca su nombre.

Creo que fue a partir de este libro, y concretamente a partir del episodio final, cuando aparece el padre de Miller, un oficial alemán condecorado por la Wermacht al que le asqueaba la actuación de los nazis tanto como a cualquiera que no fuera alemán, cuando aprendí a separar el grano de la paja. Hasta entonces, para los profanos, tanto el ejército alemán como los nazis formaban parte del mismo infierno. La visión reiterada y repetida de películas en las que los alemanes eran tontos, y un grupo de comandos era capaz de derrotarlos casi sin pestañear (“Los cañones de Navarone”, por ejemplo, muy en boga por aquel entonces) había ayudado sin duda a fomentar esa idea. Fue a partir de la lectura de Odessa, de la lectura de los libros de Sven Hassell, en los que se muestra un odio feroz por parte del ejército hacia todo lo que oliera a nazi o a Gestapo, o a través de películas tan magníficas como “La noche de los generales” o “La cruz de hierro”, cuando comencé a tomar conciencia de que todos los ejércitos están compuestos de seres humanos, tan hartos de la guerra como el enemigo que tienen enfrente, y simples peones, en definitiva, de intereses inmundos en los que lo que menos prima es el respeto al ser humano. De una forma mucho más suave que la que se utiliza ahora en un fútil intento por reflejar lo mismo con algunos últimos títulos (“El señor de la guerra”, “El hundimiento”, “Diamantes de sangre”...), empezábamos entonces a tomar conciencia de la importancia que sobre cualquier otra circunstancia tiene en este mundo el derecho de todo ser humano, proceda de donde proceda, a ser respetado. Miller se convierte, por un interés personal tan admirable como novelesco (vengarse de la muerte de su padre), en el azote de uno de esos personajes, Roschman, que si se les deja son capaces de cargarse el mundo, a las primeras de cambio, de un par de misilazos.

“Odessa”, una gran novela que marcó toda una forma de escribir y de leer.

domingo, 30 de marzo de 2008

El Jarama. Rafael Sánchez Ferlosio



“El Jarama” ganó el premio Nadal en su edición de 1955, y el premio de la crítica en 1956. Desde el principio de su existencia, el libro fue unánimemente elogiado por la crítica, tanto nacional como internacional, que lo valoró tanto por su impacto, al relatar lo que relataba de la forma en que lo relataba, como por su posterior influencia en la literatura española.

El libro describe, de manera realista, la jornada de un grupo de once amigos, que salen de excursión un domingo de verano para pasar el día a la orilla del río. La acción transcurre, durante dieciséis horas, en dos escenarios: la taberna de Mauricio, un merendero donde la clientela habla, ríe, come, juega a las cartas y deja pasar perezosamente las horas, y una arboleda cercana, refugio de bañistas improvisados. Tal y como se recoge en la sobrecubierta de la novela, Sánchez Ferlosio describe a la perfección “los baños, los escozores provocados por el sol, las paellas, los primeros escarceos eróticos y el resquemor ante el tiempo que huye, haciendo inminente la amenaza del lunes. Al acabar el día, un acontecimiento inesperado colma la jornada de honda poesía y dota a la novela de una extraña grandeza”.

Ni siquiera Sánchez Ferlosio podía ser consciente de la enorme grandeza de su novela. De hecho, siempre ha renegado de la misma, diciendo que es su peor libro, y en todas las entrevistas que ha concedido ha tratado de restarle importancia a uno de los hitos más grandes de la literatura universal. Una prueba palpable de que en muchas ocasiones la obra supera el propio criterio del que la ha realizado, por muy extraña que parezca esta circunstancia.

Tan profundo es el desprecio de Ferlosio hacia su propia creación, que como nota a la sexta edición escribe lo siguiente:

“Como quiera que a lo largo de los nueve años que la presente novela lleva a merced del público han sido no pocas las personas que, creyendo hacer un cumplido a mi propia obra, me han dicho “lo que más me gusta es la descripción geográfica del río con que se abre y se cierra la narración” y visto que las comillas que acompañan a esta descripción no surten –a falta de otra indicación, cuya omisión hoy me resulta del todo imperdonable- los efectos de atribución –o de no atribución- deseados, es mi deber consignar aquí de una vez para siempre su verdadera procedencia, devolviendo así al extraordinario escritor a quien tan injusta como atolondradamente ha sido usurpada, la que yo también, sin sombra de reticencia ni modestia, coincido en considerar como mucho la mejor página de prosa de toda la novela. Puede leerse, con leves modificaciones, en...(se trata de un volumen geográfico de la provincia de Madrid). Aunque solo me pueda servir como atenuante, he de añadir en mi descargo que fueron precisamente las pequeñas alteraciones por medio de las cuales ajusté el texto original de Don Casiano a mis propias conveniencias prosódicas –toda vez que el comienzo y el final de un libro son lugares prosódicamente muy condicionados- las que pesaron en mi ánimo para resolverme a omitir la procedencia. Pero conservar el equívoco sería hoy, por mi parte, amén de la violación de las más elementales normas de cortesía literaria que en todo caso supondría, y a la vista de cómo han ido las cosas, la más escandalosa ingratitud”.

Lo que nos viene a decir Ferlosio en esta parrafada, ni más ni menos, es que la descripción que empieza al principio y termina al final, del recorrido geográfico del río, que además no es suya, es sin duda lo mejor de la novela. Una descripción que, si bien tiene un alto grado de simbolismo relacionado con la propia trama de la novela, como más adelante comentaré, y que desde luego está dotada de una gran fuerza descriptiva, no resulta ser sino una parte muy ajena a lo que se nos cuenta en la novela.

Nunca he entendido esta negación de Ferlosio hacia su propia grandeza. Me da a veces la impresión incluso de que su personalidad, y la forma de escribir otras obras, como “Las industrias y andanzas de Alfanhui”, por ejemplo, o la misma nota que acabo de transcribir literalmente, poco o casi nada tienen que ver con el soberbio estilo realista de que hace gala en “El Jarama”. Podría pensarse que el escritor tuvo un arrebato de creatividad cuando escribió la novela por la que, al parecer a su pesar, pasó a ser reconocido como un prestigioso autor literario. Otras veces creo que el repudio se debe únicamente a un capricho, a un recurso defensivo en el que trata de manifestar su personalidad por encima de su propia obra. Del mismo modo en que Unamuno vertió esa potestad suya para hacer con sus personajes en esa maravilla de la literatura titulada “Niebla”, Ferlosio parece darse cuenta, o creer en su interior, que “El Jarama” en realidad no le pertenece, y expresa su rechazo tratando la obra de mediocre, cuando en realidad no lo es.

“El Jarama” supone un antes y un después en la forma de narrar. Los once amigos que vienen de la ciudad a pasar la jornada en el campo muestran sin pudor sus “moderneces”, por decirlo de alguna manera, a los habitantes de los pueblos cercanos, mucho menos acostumbrados que ellos a los pantalones en las chicas o a la moto de una de las parejas del grupo de once amigos, que ha venido antes, “muy descansados y sintiendo el fresquito en la cara”. Se representan así en la novela dos grupos bien diferenciados, distantes en ideas pero cercanos en sus ganas de disfrutar de un domingo que se les evapora entre las manos a medida que avanzan las horas.

La jornada transcurre tranquila, con las chicas advirtiendo a los chicos para que tengan cuidado con el vino, que al final arruina las fiestas, con las digestiones después de las comidas, con la ropa amontonada a la orilla del río, con las risas, con los pequeños enfados...Todo un microcosmos de placidez que se rompe de repente cuando la pobre Lucita, una de las chicas más jóvenes del grupo, se adentra en el río y se ahoga sin remisión.

Las escenas que describen el triste final de la chica están escritas con un ritmo perfecto. La noche empieza a adueñarse de la zona. Una pareja de amigos está nadando, posiblemente el último baño, y escucha, al tiempo que entrevé un poco más adelante a Lucita, que parece chapotear de forma nerviosa. Después, la chica desaparece. Cuando Sebastián, uno de los nadadores, quiere ir a buscarla, su novia le retiene desesperada, temerosa de que corra la misma suerte que la otra.

Espaldas ennegrecidas por la penumbra, de bañistas que ya casi daban por finalizada la jornada lúdica, contemplan en silencio el cadáver de la chica en la orilla del río. Es entonces cuando hace su aparición en escena un tercer grupo de personas, el juez, guardias civiles y empleados de la funeraria, que ponen la macabra nota de profesionalidad, ya que parecen estar más que acostumbrados a este tipo de sucesos.

La novela finaliza con el grupo de amigos deshecho, entristecido y roto por lo que acaba de ocurrir. El último párrafo enlaza directamente con el primero, aunque es bastante más breve:

“Entra de nuevo en terreno terciario y recibe por la izquierda al Henares, en Mejorada del campo. En Vaciamadrid recoge al Manzanares por la orilla derecha, por abajo del puente de Arganda; y en Titulcia al Tajuña, por la izquierda. Suministra a la grande acequia llamada Real del Jarama, y ya en las vegas de Aranjuez entrega sus aguas al Tajo, que se las lleva hacia occidente, a Portugal y al Océano Atlántico”.

“El Jarama” representó el primer intento serio de novela social española. Se trataba de mostrar al lector la vida de la gente de la calle, como en una especie de neorrealismo italiano modelado al gusto de la sociedad española. La trágica muerte de Lucita representa para muchos la fragilidad del ser humano cuando se enfrenta a la naturaleza. Y es precisamente en esta interpretación en la que se suele fundamentar la colocación por parte de Ferlosio, abriendo y cerrando el relato, del implacable devenir de un río que no cambia su rumbo o su forma de discurrir en función de los acontecimientos que sucedan en sus aguas, por muy dolorosos que resulten para esa frágil parte de la vida que es el ser humano. Contundente, implacable, el río prosigue su camino desde la sierra madrileña hasta el océano que lo recoge. El devenir humano no tiene ninguna de las características de cualquier elemento natural, como ser un río, y su devenir depende la mayor parte de las veces de elementos, fuerzas y circunstancias que nadie puede ni controlas ni tan siquiera prever.

Esto es lo que magistralmente trata de hacernos ver Ferlosio con su novela, por mucho que el mismo niegue su validez.

sábado, 22 de marzo de 2008

Mort Cinder, de Breccia y Oesterheld


Traigo por primera a vez a estas páginas, y con la intención inequívoca de que sirva de precedente, un libro de cómics, porque creo que algunos cómics son tanto o más dignos que muchos libros, y porque estoy seguro de que los aficionados a la historieta, sobre todo con unos cuantos años a vuestras espaldas, estaréis completamente de acuerdo conmigo en que “Mort Cinder” un antes y un después en la obra gráfica procedente de Argentina.

La edición que tengo de “Mort Cinder” la editó cuidadosamente Lumen en 1980. En la presentación hay una fotografía en la que aparecen los máximos representantes de los dibujantes de historietas de allende los mares, a saber: Vasco Granja, Oski, Quino, Mordillo, Alberto Breccia, Sanmpayo, Sergi Aragonés, Altan, Skiaffino, Paiva, Enrique Breccia y José Muñoz. Todos ellos eran grandes conocidos de los que leíamos revistas como “Tótem”, “Mad”, “1984”, “Rambla”, “Blue Jeans”, “Vertigo”, “Metal Hurlant” o incluso “El víbora”, por citar unas cuantas. Los nombrados más arriba capitaneaban las filas del cono sur. Como compañeros suyos estaban los franceses, encabezados por Moebius, Druillet, Bilal, Tardi, Lauzier (del que sin duda hablaré en una próxima entrada), Dionnet y Gal y otros muchos. Entre los españoles, destacar a Luis García, Carlos Jiménez, Josep María Beá, Fernando Fernández, Esteban Maroto y el siempre críptico, pero sensacional Enric Sió. Sirva esta rememoración a modo de situación temporal de la época en la que adquirí mi flamante libro.

No me puedo resistir a copiaros un fragmento, escrito por Oesterheld en 1972, en el que se resume de forma magistral la esencia, la filosofía que inunda cada una de las páginas de la obra que comento hoy:

“Las cosas viejas quedan impregnadas de la vida que las envolvió. Pero pocos pueden captar las angustias, las emociones que quedaron atrapadas, fósiles invisibles, dentro de las cosas viejas. Soy de esos pocos, por eso mi vocación de anticuario. Y mi fascinación por los templos, del credo que sean. Tanto ruego, tanta esperanza, tanto dolor duermen en los muros de un templo. También mi fascinación por las armas, cargadas para siempre de la muerte que alguna vez dieron. Muerte quizá criminal, quizá liberadora.

Mort Cinder capta más, mucho más que yo o cualquier otro, toda esa vida cristalizada para siempre. Mort Zinder es quizás esa vida que se quedó incrustada en la materia inerte (nunca diré muerta) de las cosas. Y digo quizá porque ni yo, que viví tanto tiempo con el, sabría decir quien es Mort Cinder”.

El libro está dividido en diez historias. La primera, bastante corta, se titula “Ezra Winston, el anticuario”, y nos presenta a Ezra, un venerable anciano al que le sucede un acontecimiento sobrenatural de difícil explicación, y por lo que se deduce de la lectura y de su sorpresa, por primera vez en su vida. En esta ocasión no aparece todavía el personaje principal de la saga, el mismo Mort Cinder.

Es en la segunda, “Los ojos de plomo”, de gran duración, en donde se establece la estrecha relación entre Ezra y Mort Cinder, un enigmático personaje, al parecer asesino, al que se había ahorcado un par de semanas antes. Los inquietantes personajes cuyos ojos parecen de plomo que dan título a la historia, una enigmática araña que aparece grabada en ciertos personajes que poco o nada parecen tener que ver, al menos al principio, con la historia que se está contando, el extraño doctor Angus, cuyo cerebro es tan potente que la cavidad craneal se le ha quedado pequeña y ha decidido expandirse invadiendo el cerebro de los personajes de ojos de plomo, y la presencia del resucitado Mort Zinder, que surge del ataud en el que le habían confinado, conforman una historia delirante, llena de acción y sumamente sugerente, en la que el pobre Ezra se ve envuelto sin apenas quererlo. La historia, que es la de más larga duración de todo el volumen, finaliza con un acuerdo entre el anticuario y el inquietante Mort, por el que el primero contrata al segundo para que le ayude a clasificar las innumerables antigüedades guardadas en su tienda.

En “La madre de Charlie” asistimos por primera vez a una demostración de los sorprendentes poderes de Mort. El y Ezra contemplan a una anciana en el andén de una estación de ferrocarril. Mort la conoce, y cuando Ezra quiere darse cuenta, Mort se ha levantado para internarse entre la niebla que abraza los olmos del luger. Cuando le sigue, ambos aparecen en 1917, en plena batalla de la Primera guerra mundial. Lo que ocurre entre Mort, el soldado Charlie y la anciana, es algo que no quiero desvelaros, por si alguna vez tenéis la gran suerte de poder leer esta joya. Comentaros solamente que el episodio tiene una gran carga de emotividad y comportamiento humano ante circunstancias tan terribles como las que se pueden presentar en una gran batalla.

Sigue el recorrido con “La torre de Babel”, en la que Mort nos cuenta la historia de cuando era un pobre esclavo que participó en la construcción que da nombre a la historia. Una torre en la que, según se recoge en el génesis, “por esto fue llamado el nombre de ella Babel, porque allí confundió Jehová el lenguaje de toda la tierra y desde allí los esparció sobre la faz de toda la tierra. Os sorprendería descubrir el motivo por el cual, según la historia que nos cuenta Mort, se decidió acometer tan magnífica obra. Os invito a descubrirlo leyéndola.

“En la penitenciaría. Marlin” y “En la penitenciaría. El frate”, nos cuentan dos aventuras relacionadas, de los tiempos carcelarios de Mort, y en la que aparecen diferentes personajes, a cual más interesante y embaucador. Son posiblemente las narraciones más anodinas del libro, aunque mantienen siempre la capacidad de sorpresa y de final sorprendente a los que acostumbra el magnífico guionista Oesterheld, como ya demostrara en la universalmente famosa saga de “El eternauta”, merecedora por sí sola de otra entrada similar a esta.

En “La tumba de Isis”, Ezra y Mort viajan a Egipto, y gracias a los conocimientos de Mort, que participó como esclavo en la construcción de la tumba de Isis, consiguen ayudar a Stellus, un extraño individuo que pretende reunirse para siempre con el gran amor de su vida, que no es otra que la misma Isis. Fascinante aventura, con sorprendente final, en la línea de todas las demás.

Ya podéis imaginar, a tenor de lo que os he contado hasta ahora, la trama de una aventura que se llama “La nave negrera, la siguiente en nuestro fascinante viaje a través de la personalidad de ese viajero en el tiempo. Mort, enrolado como marinero en un buque que transporta esclavos, ayuda a uno de ellos a escapar a través de un agujero en el casco, y a regresar a su casa. Este relato es corto, y no tiene otro sentido que el poner de manifiesto la brutalidad de los que se dedicaban a tan macabro negocio.

“El vitral” es probablemente la historia más inquietante de todo el libro. Un individuo le vence a Ezra un extraño vitral de procedencia desconocida, que al parecer ha mantenido en su casa durante varios siglos. Al parecer, la pieza ha estado presente en los arcaicos tiempos de los sacrificios humanos que practicaban los incas invocando la frialdad de la Luna. Bajo la influencia del vitral, el anticuario sufre un ataque y trata de matar a Mort, que se libra de casualidad del sacrificio al que quería someterle Ezra, que se ha transmutado en improvisado sacerdote.

Y finalizamos el recorrido con “La batalla de las Termópilas”, en la que no se nos cuenta ni más ni menos que eso, la épica batalla en la que el rey espartano Leonidas resistió con apenas trescientos hombres durante varios días al ejército de Jerjes, el persa, formado por más de veinte mil soldados. En esta ocasión, Mort es Dieneces, un espartano que participó en la batalla hasta el final, tan hasta el final, que se convirtió en el único superviviente. No defrauda el relato de tan magno acontecimiento histórico. Fiel a la realidad, Oesterheld nos trae todo lo que ya sabemos, las frases históricas que pronunció Leónidas, la incomparable superioridad en el combate de los espartanos frente a los persas, La desesperación de jerjes, los inmortales, el paso en las montañas...Nada falta en el relato, perfectamente ambientado gráficamente por la calidad artística de Breccia. Me atrevería a decir que mi fascinación por el episodio espartano se produjo precisamente después de la lectura de esta narración, muy anterior en el tiempo a la que realizó Miller, que sirvió a su vez como punto de partida de la magnífica película “300”. La narración finaliza, junto con el libro comentado, con Mort Cinder de espaldas, en una gran viñeta, caminando hacia un desconocido destino en cualquier otro lugar, y seguramente en cualquier otro tiempo.

Existe una edición más moderna de la historia, que data más o menos del año 2004 y que lanzó Planeta de Agostini. Os recomiendo encarecidamente que os hagáis con ella, tanto los aficionados a la historieta con mayúsculas como los que no lo sois todavía. Os aseguro que no os defraudará.

domingo, 16 de marzo de 2008

Los santos inocentes. Miguel Delibes


No voy a entrar en polémica sobre si Camilo José Cela o Miguel Delibes, porque para mi no existe ninguna polémica: Miguel Delibes es infinitamente mejor escritor que el otro.


Curiosamente, y posiblemente debido a una especie de masoquismo literario para el que no soy capaz de encontrar explicación, he leído bastante más del gallego que del vallisoletano. Supongo que las trazas de afición marcadas en el colegio, a través de las dos series del libro “Senda”, ese gran ladrillo de color marrón publicado por Santillana para séptimo y octavo de EGB, le hacían los honores al autor de “La colmena” por alguna especie de compromiso que se me escapa.


Salvando esta especie de torcedura en mi camino literario, tengo que reconocer que, en las pocas ocasiones en las que me he acercado a Miguel Delibes, todo lo que he leído me ha entusiasmado, cosa que no puedo decir del otro, pues únicamente considero “La familia de Pascual Duarte” y la mencionada “La colmena” como muy interesantes. El resto de lo que escribió, incluyendo “Viaje a la Alcarria”, me parece impregnado de la pretenciosidad que proporciona la gloria, muy marcada en el caso de Camilo José Cela, una personalidad ligeramente soberbia para mi gusto, sin que esto le reste méritos, que los tiene, a su forma de escribir.


A Miguel Delibes siempre le he visto más sencillo, más humilde, más tímido, si queréis, pero infinitamente más cautivador y demoledor cuando coge la pluma. Si bien no comparto su afición a la caza, respeto profundamente su planteamiento vital, sin grandes fuegos de artificio, retirado en el campo al que tanto ama, y haciendo lo que le gusta sin grandes alardes de exhibición. Es posible que nunca se plantee construir una fundación, pero es que tampoco le hace falta. A Camilo José Cela te lo imponen, tanto en la educación (al menos en mi época, cuando la educación era interesante) como a través de los medios de comunicación. Todavía recuerdo la encuesta que se hizo en España, en la que se le preguntaba a la gente quien era más merecedor del nobel, si Camilo José Cela o Aleixandre. En una patética muestra de opinión fallera, todo el mundo elegía a Cela, porque le sonaba de los pedos, los eructos y cosas así. A Miguel Delibes, en cambio, se le busca, y la única forma de encontrarle es a través de la literatura.


Delibes escribió “Los santos inocentes" en 1981. La edición que tengo, de cubierta de color marfil y el nombre y la firma del autor en líneas doradas, es de 1984, y pertenece a una colección que sacó Seix Barral con el nombre de “Literatura contemporánea”, en la que se publicaron también, por ejemplo, “Bearn o la sala de las muñecas”, “Rayuela”, “Abbadon el exterminador” y “Confesiones de una máscara”, por citar algunos de los títulos que me vienen ahora a la memoria. “Los santos inocentes” es una novela muy cómoda, muy corta, de gran poder descriptivo, escrita en un tono que recuerda la forma de hablar de las gentes del campo que la protagonizan. Se divide en seis libros, de título sencillo, para poder recordarlo. “Azarías”, “Paco el bajo”, “La milana”, “El secretario”, “El accidente” y “El crimen”. El título del último libro, cuidadosamente elegido, nos informa ya desde el principio que la acción desembocará indefectiblmente en tragedia.


La historia que nos narra Delibes en “Los santos inocentes” habla de la desigualdad, del servilismo, de la dominación del rico sobre el pobre que se abatió como una sombra negra sobre gran parte del territorio español, fragmentado en enormes latifundios en los que el señorito tenía poder de vida y muerte sobre su inmenso ejército de esclavos, aparceros, cuidadores, mamporreros, criados y agricultores. El máximo honor para una familia de campesinos que tuviera su infrahumana vivienda en la finca del señorito, consistía en que alguno de sus hijos llegara a despertar la atención del señor o de la señora y le permitieran entrar a servir o a cocinar en la casa.


Parece que nos estamos refiriendo a una época lejana en el tiempo, coincidente con los señores feudales que mandaban en Europa antes de la llegada de los estados. Nada más lejos de la realidad. La novela se desarrolla en una época muy cercana, demasiado cercana, diría yo, en un tiempo situado entre la guerra civil y la década de los sesenta o setenta. Basándose en conceptos tan anacrónicos como la religión y el fomento de la ignorancia más absoluta, los señores vivían a cuerpo de rey a costa de sus esclavos. Porque Azarías, Paco el Bajo, la Régula, el Críspulo, la Pepa, el Facundo y el Crespo no eran más que eso, esclavos, en el sentido más puro y duro de la palabra.


Delibes deja una puerta abierta a la esperanza con el Quirce, el hijo de Paco el Bajo, y su hermana, que parecen ser los primeros en darse cuenta de que aquello no tiene sentido. A pesar de los esfuerzos de su padre por hacerle entrar en vereda, Quirce se muestra rebelde, reacio a hacerle la rosca a los amos. Lo define muy bien el señorito cuando le pide a Paco que le acompañe a cazar, a pesar de tener la pierna escayolada. “No me gusta ir con Quirce, Paco. Parece que me está haciendo un favor”. En eso consistía el dominio, la maestría sobre la plebe. El esclavo tenía que ser plenamente consciente de que su puesto era ese, el de servir, sin concesiones, con la alegría de estar recogido bajo el ala protectora de los amos. La limosna que reparte entre los campesinos la madre del señorito con motivo de la comunión de su nieto (la religión, siempre la religión omnipresente) es un regalo del cielo, y así tienen que recibirla las tristes sombras humanas a las que se les permite, en un alarde de generosidad cristiana, recoger las migajas que los amos se dignan tirar.


Todo este tinglado puede mantenerse, entre otras razones, por el fomento de la ignorancia. El mismo Azarías, al comienzo del libro, desprecia los esfuerzos de su hermana, la Régula, por ilustrar a sus hijos.


“A su hermana, la Régula, le contrariaba la actitud del Azarías porque ella aspiraba a que los muchachos se ilustrasen, cosa que a su hermano se le entojaba un error, que “luego no te sirven ni para finos ni para bastos”, pontificaba con su tono de voz brumoso, levemente nasal”

Delibes no admite concesiones en este sentido. A sus ojos, tan culpables son los esclavos por ese desprecio secular a la cultura o al simple saber escribir, como los amos que fomentan esa ignorancia, a pesar de sus esfuerzos, en una magistral escena en la que el señorito llama a la Régula para que le demuestre a un dipolomático extranjero que sabe garabatear su nombre en un papel, para demostrar lo contrario. Es inútil. La única forma de tener a los criados contentos es evitar que piensen, y eso es sencillo si al pensamiento se anteponen conceptos tan claros como el temor a Dios o el deber hacia el poderoso.


Creo que no desvelo nada importante si expongo que toda la novela se precipita, por circunstancias a veces provocadas y a veces fortuitas, a la tragedia final, que no es otra que el asesinato del señorito por parte de Azarías, después de que este, en un alarde de soberbia, y sin poder controlar sus ansias de matar algo, dispara contra la milana del pobre Azarías. En este sentido, creo que no he escuchado otro alarido de satisfacción más importante en un cine, que cuando al pobre Juan Diego se le descompone el rostro al ser ahorcado por Azarías, un personaje de fuerza sobrehumana magistralmente interpretado por un Paco Rabal, que creo que demostró a partir de esta película que podía desempeñas perfectamente otros papeles que no fueran los de galán, e incluso mucho mejor.
Ya que estamos, decir que la adaptación cinematográfica de “Los santos inocentes” es una de las más conseguidas del cine español. Resuenan todavía en los tímpanos los desgarradores gritos de la niña chica, las pobres excusas de Paco el Bajo para no acompañar a cazar al señorito (Alfredo Landa abandonó en esta película sus papeles casposillos) y los silbidos y gritos de Azarías llamando a su milana. A pesar de la crudeza y tristeza de la trama, que preside tanto la novela como la película, existen algunos momentos poéticos, protagonizados sobre todo por Quirce y su hermana, que encarnan esa especie de luz al final de las tinieblas, dejando ver que esa situación tiene ya los días contados para las generaciones futuras. Sin embargo, la máxima poesía, el memorable hallazgo de Delibes para la literatura universal de todos los tiempos, es la extraña relación que se establece entre Azarías y esa milana, que representa la libertad, el libre albedrío de un ser que vuela porque está hecho para volar. Me resulta imposible leer uno de los párrafos más emotivos que haya leído jamás sin emocionarme. Es un honor compartirlo con todos vosotros:


“ En estas se presentó el Críspulo, y luego el Rogelio, y la Pepa, y el Facundo, y el Crespo, y toda la tropa, los ojos en alto, en la veleta de la torre y la grajilla, indecisa, se balanceaba, y el Rogelio reía.
cría cuervos, tío
Y el Facundo,
A ver, de que cogen gusto a la libertad,
Y porfiaba la Régula
ae, Dios dio alas a los pájaros para volar,
Y al Azarías le resbalaban los lagrimones por las mejillas y el trataba de espantarlas a manotazos y tornaba a su cantinela,
milana bonita, milana bonita
Y, según hablaba, se iba apartando del grupo, apretujado a la sombra caliente del sauce, los ojos en la veleta, hasta que quedó, mínimo y solo, en el centro de la amplia corralada, bajo el sol despiadado de julio, su propia sombra como una pelota negra, a los pies, haciendo muecas y aspavientos, hasta que, de pronto, alzó la cabeza, afelpó la voz y voceó,
¡quiá!
Y, arriba, en la veleta, la grajilla acentuó sus balanceos, oteó la corralada, se rebulló inquieta, y volvió a quedar inmóvil y el Azarías, que la observaba, repitió entonces
¡quiá!
Y la grajilla estiró el cuello, mirándole, volvió a recogerlo, tornó a estirarlo y, en ese momento, el Azarías, repitió fervorosamente,
¡quiá!
Y, de pronto, sucedió lo imprevisto, y como, si entre el Azarías y la grajilla se hubiera establecido un fluido, el pájaro se encaramó en la flecha de la veleta y comenzó a graznar alborozadamente,
¡quiá, quiá, quiá!
Y en la sombra del sauce se hizo un sielncio expectante y, de improviso, el pájaro se lanzó hacia delante, picó, y ante la mirada atónita del grupo, describió tres amplios círculos sobre la corralada, ciñéndose a las tapias y, finalmente, se posó sobre el hombro derecho del Azarías y comenzó a picotearle insistentemente el cogote blanco como si le despiojara y Azarías sonreía, sin moverse, volviendo ligeramente la cabeza hacia ella y musitando como una plegaria,
Milana bonita, milana bonita.”

sábado, 8 de marzo de 2008

Cuentos de la taberna del ciervo blanco. Arthur C. Clarke

Uno de los saludables beneficios que me está reportando la redacción de este blog sobre libros, entre otros muchos, es que estoy releyendo, antes de escribir cada entrada, verdaderas joyas de la literatura que en su momento me entusiasmaron con la misma firmeza que hoy en día. Después de haber leído durante todos estos años libros de todo tipo, resulta muy grato reencontrarse con estos amigos, fieles acompañantes de mi adolescencia y juventud. A lo único que me ha ayudado la experiencia lectora es a poder separar el grano de la paja en muchas ocasiones, y os puedo asegurar que los libros comentados son los mejores que he leído nunca.

Este es el caso de “Cuentos de la taberna del ciervo blanco”, de Arthur C. Clarke. Al rebuscar en las profundidades de mi biblioteca he conseguido por fin encontrarlo en una zona que podría denominarse como “Raíces”, por estar compuesta de los libros más antiguos, los primeros que despertaron mi afición a la lectura. Allí estaba, amarillenta y desencuadernada por el tiempo, la edición de bolsillo de Alianza editorial, la segunda, de 1979. Es un librito delgado, de 177 páginas, con una portada muy original, en la que se ve media cabeza humana en blanco y negro, calva, de la que salen hacia arriba varios cables de colores.

Ante la modestia del libro, tanto en lo que se refiere a su tamaño como a su presentación, nadie podría sospechar lo que representó su lectura para un chaval de unos dieciocho años, que empezaba por aquel entonces una incierta peripecia universitaria y que devoraba, literalmente, todo lo que cayera en sus manos. Porque fueron los “Cuentos de la taberna del ciervo blanco”, amigos, los que impulsaron en mi unas ganas irrefrenables de ponerme a escribir como un loco. Así de sencillo.

El volumen recoge quince cuentos escritos por Arthur C. Clarke entre 1953 y 1956, en localizaciones tan dispares como Nueva York, Miami, Colombo, Londres y Sydney. Todas las historias se desarrollan en un pub londinense, “El ciervo blanco”, y son narradas por Harry Purvis, uno de los parroquianos. A pesar de la fama del autor como escritor de ciencia ficción, en esta ocasión dicho estilo brilla por su ausencia. No se desarrolla la trama en un futuro más o menos lejano, sino en el presente, y las historias narran con gran amenidad y podría decirse que hasta simplicidad, los absurdos a los que se podrían llegar si se aplicaran a ultranza los conocimientos científicos, unos reales y otros inventados, que conformaban la comunidad tecnológica en la época en la que se escribió el libro.

Se nos cuenta así, por ejemplo, “Silencio por favor”, un relato en el que se crea una máquina para producir silencio, “La melodía ideal”, que recrea una máquina para fabricar melodías perfectas, otro relato en el que otra máquina reproduce el placer sexual, otro en el que las computadoras de un centro militar se vuelven pacifistas de repente y empiezan a boicotear su trabajo, otro en el que un hombre pretende arar el mar, otro en el que unas colonias de termitas son capaces de adquirir conocimientos humanos... Sorprendentes historias, que nadie de los que escucha a Purvis, un público cada vez mayor, es capaz de dilucidar si son reales o se deben únicamente a la desatada imaginación del narrador. Los finales, siempre inesperados y muy imaginativos, provocan en el lector y en los bebedores del “Ciervo Blanco” la necesidad de escuchar o de leer el próximo relato. Resulta imposible sustraerse a la descarada magia de Purvis, a su ilimitada capacidad narrativa y a su desparpajo a la hora de describir una máquina irreal como si se tratara de un elemento de andar por casa.

El escritor, en el prólogo a su libro de relatos, nos dice que en más de una ocasión, la ciencia ha terminado por darle la razón en lo que se refiere a algún experimento o maquinaria de las que describe en sus relatos. Los efectos, la mayoría de las veces no del todo los esperados, han terminado por comprobarse en algunos experimentos científicos de última generación (por aquellos tiempos, se entiende)

Clarke nos aclara en el prólogo de su obra que “El ciervo blanco” existió en realidad. Se trataba de la taberna “El caballo blanco”, en Fletter Lane, al norte de la calle Fleet de Londres. Al parecer, después de la Segunda Guerra Mundial, se reunía en ese lugar una parte importante de los aficionados a la ciencia ficción de Londres. Cuando el dueño del bar, Lew Mordecai, se trasladó a otro local al que llamó “El Globo”, en Hatton Garden, en pleno barrio de los diamantes, toda la parroquia se trasladó con el. Cuando escribe el prólogo, Clarke dice que muchos escritores y editores jóvenes, así como visitante del mundo entero, siguen reuniéndose en ese local todos los martes de cada mes, a pesar de que el propio Clarke reconoce que no entiende nada de lo que se habla ahí.
“A veces tengo que recordarles que no conocí a Jules Verne, y ni tan siquiera, desgraciadamente, a H.G Wells”.

sábado, 1 de marzo de 2008

El gatopardo. Giuseppe Tomasi di Lampedusa


“El gatopardo” es algo más que la famosa frase “si queremos que todo siga como está, es preciso que todo cambie”. Es mucho más, diría yo. Se trata de una profunda reflexión ante el cambio de los tiempos, ante la actitud que se adopta cuando los acontecimientos nos desbordan, ante la dignidad, que hay que mantener a toda costa frente al pueblo, frente a la autoridad, frente a los rebeldes, pero sobre todo, y por encima de todo, ante la familia. En este sentido, el príncipe Salina sobrevive como un gigante a la inevitable decadencia de la rancia aristocracia siciliana, eclipsada de un plumazo por los acontecimientos políticos que desembocaron finalmente en la unificación de Italia.

Curiosamente, y es una de las características con las que se encuentra el lector ante tan magnífica obra, es que precisamente no es nada magnífica en lo que a número de páginas se refiere. Lampedusa consigue reflejar toda una época de cambios, toda una epopeya familiar y social, en una novela que no llega a las trescientas páginas. Un poder de síntesis que, al ser llevado al cine por el genial Visconti, necesitó un metraje cercano a las tres horas, y aún así se quedaron muchos matices del libro en el tintero.

La obra empieza con el rezo del rosario, antes de la cena, en la casa familiar de los Salina. Un suceso ha conmocionado la tranquilidad de todos: la aparición del cadáver de un soldado en el huerto familiar. Un joven anónimo, que consiguió llegar hasta el pie de un limonero para dejar la vida en el. Salina trata de encontrar algún sentido en aquella muerte.

“Efectivamente, no se había hablado más del muerto y a fin de cuentas, los soldados son soldados precisamente para morir en defensa del rey. La imagen de aquel cuerpo destripado surgía, sin embargo, con frecuencia en sus recuerdos, como para pedir que se le diera paz de la única manera posible para el príncipe: superando y justificando su extremo sufrimiento en una necesidad general. Y había en torno a el otros espectros todavía menos atractivos que esto. Porque morir por alguien o por algo, está bien, entra en el orden de las cosas, pero conviene saber, o por lo menos estar seguros de que alguien sabe por quién o porqué se muere. Esto era lo que pedía aquella cara desfigurada. Y precisamente aquí comenzaba la niebla”.

Salina se llega a plantear si el rey por el que al parecer ha muerto el joven es digno de que alguien muera por el. Hablando con Malvica, su cuñado, plantea que hay reyes que no son dignos de ostentar el cargo que ostentan.

“-Pero esto no es razonar, Fabricio –replicaba Malvica-, no todos los soberanos pueden estar a la altura, pero la idea monárquica continúa siendo la misma.
También esto era verdad.
-Pero los reyes que encarnan una idea no deben, no pueden descender, por generaciones, por debajo de cierto nivel; si no, mi querido cuñado, también la idea se menoscaba”.

La novela está llena de conversaciones tan sugerentes como la anterior. Fabricio Salina muestra en cada uno de sus movimientos, el respeto por la posición social a la que representa, y el respeto a todas las demás. Exige que cada uno se mantenga en su lugar, asumiendo el papel que le corresponde, y no soporta ningún tipo de arribismo o abuso de poder, venga de quien venga. Aunque parezca mentira, resulta fácil identificarse con un personaje que antepone su integridad por encima de cualquier otra consideración. Ante la debilidad y el miedo que muestra la familia, y sobre todo Stella, su mujer, frente los acontecimientos, Salina muestra una entereza de espíritu y una tranquilidad ciertamente envidiables. Precisamente, uno de los pasajes más jugosos transcurre cuando el príncipe acude a los servicios de una prostituta para sofocar su ardor sexual. La reflexión que hace sobre su actitud es digna de figurar en una enciclopedia sobre el género humano.

“Soy un pobre débil –pensaba mientras su poderoso paso resonaba sobre el sucio empedrado-, soy débil y nadie me sostiene. ¡Stella!. ¡Se dice pronto!. El señor sabe si la he querido. Nos casamos hace veinte años. Pero ella es ahora demasiado despótica y demasiado vieja también.
Le había desaparecido el sentido de la debilidad.
“Todavía soy un hombre vigoroso y ¿cómo puedo contentarme con una mujer que, en el lecho, se santigua antes de cada abrazo y luego, en los momentos de mayor emoción, no sabe decir otra cosa que ¡Jesús, María!?. Cuando nos casamos, cuando ella tenía dieciséis años, todo esto me exaltaba, pero ahora...He tenido con ella siete hijos y jamás le he visto el ombligo. ¿Esto es justo? –gritaba casi, excitado por su excéntrica angustia-. ¿Es justo?. ¡Os lo pregunto a todos vosotros! –y se dirigía al portal de la Catena-. ¡La pecadora es ella!”.

A pesar de su profunda religiosidad, Salina necesita echar de vez en cuando una canita al aire, y justifica su actitud con este soberbio párrafo. Mantiene también una curiosa actitud ante la Iglesia, a la que exige también que ocupe su lugar, como a todas las demás instituciones que le rodean. En este sentido, son memorables también las conversaciones que mantiene de vez en cuando con el padre Pirrone, testigo involuntario de algunas de sus andanzas nocturnas.

“No somos ciegos, querido padre. Solo somos hombres. Vivimos en una realidad móvil a la que tratamos de adaptarnos como las algas se doblegan bajo el impulso del mar. A la santa Iglesia le ha sido explícitamente prometida la inmortalidad; a nosotros, como clase social, no. Para nosotros un paliativo que promete durar cien años equivale a la eternidad. Podremos acaso ocuparnos por nuestros hijos, tal vez por los nietos, pero no tenemos obligaciones más allá de lo que podamos esperar acariciar con estas manos. Y yo no puedo preocuparme de lo que serán mis eventuales descendientes en el año 1960. La Iglesia sí debe preocuparse, porque está destinada a no morir. En su desesperación se halla implícito el consuelo. ¿Y cree usted que si pudiese salvarse a sí misma, ahora o en el futuro, sacrificándonos a nosotros, no lo haría?. Cierto que lo haría, y haría bien”.

La familia emprende un penoso viaje a la residencia de verano de Donnafugata. Cuando por fin llegan, cansados y embadurnados de polvo, reciben el caluroso recibimiento de las autoridades, que no saben muy bien como reaccionar ante el aristócrata. Los recientes acontecimientos políticos les han dejado ligeramente descolocados, pero se impone una vez la tranquila personalidad de Salina, y las cosas se desarrollan conforme a lo previsto y a la tradición mantenida durante años.

A la cena de bienvenida ofrecida por el aristócrata, acuden las fuerzas vivas del pueblo. La belleza de Concietta, la hija del alcalde, despierta de inmediato el interés de Tancredi, el sobrino de Salina. Hago un inciso para comentar aquí que, en la película de Visconti, Tancredi era interpretado por Alain Delon, y Concietta por Claudia Cardinale. Se habló en su momento, en clave de tontería, de que estos dos papeles eclipsaban al encarnado por Burt Lancaster, que encarnaba al mismo Salina. Nada más lejos de la verdad. Sucedía más bien al contrario. La fortísima personalidad del aristócrata sobrevolaba muy por encima de los escarceos por las habitaciones del palacio de la joven pareja, por muy guapos y muy de moda que estuvieran en la época en la que se estrenó la película.

Las reflexiones de Salina son innumerables y muy profundas. Durante un paseo con su sobrino por un jardín plantado de melocotones, el anciano sospecha que su acompañante le va a hablar de Concietta.

“Pero la forma en que le había abordado, el tono del sobrino, no era el de quien se prepara a hacer confidencias amorosas a un hombre como el. Se tranquilizó; los ojos del sobrino le miraban con ese afecto irónico que la juventud concede a las personas mayores.
“Pueden permitirse el lujo de ser un poco amables con nosotros, tan seguros están de que el día de nuestros funerales serán libres”.

A Salina le ofrecen formar parte del Senado italiano. Declina la invitación, a pesar de considerar un honor que le hayan propuesto un nombramiento tan importante. Para justificar su decisión, argumenta una interesantísima disección de la naturaleza de los sicilianos.

“En Sicilia no importa hacer mal o bien. El pecado que nosotros los sicilianos no perdonamos nunca es simplemente le de hacer. Somos viejos, Chevaley, muy viejos. Hace por lo menos veinticinco siglos que llevamos sobre los hombros el peso de magníficas civilizaciones heterogéneas, todas venidas de fuera, ninguna germinada entre nosotros, ninguna con la que nosotros hayamos entonado. Somos blancos como lo es usted, Chevalley, y como la reina de Inglaterra; sin embargo, desde hace dos mil quinientos años somos colonia. No lo digo lamentándome, la culpa es nuestra. Pero estamos cansados y también vacíos”.

“El sueño, querido Chevalley, el sueño es lo que los sicilianos quieren, ellos odiarán siempre a quien los quiera despertar, aunque sea para ofrecerles los más hermosos regalos...Todas las manifestaciones sicilianas son manifestaciones oníricas, hasta las más violentas; nuestra sensualidad es deseo de olvido, los tiros y las cuchilladas, deseo de muerte, deseo de inmovilidad voluptuosa, es decir, también la muerte, nuestra pereza, nuestros sorbetes de escorzonera y de canela. Nuestro aspecto pensativo es el de la nada que quiere escrutar los enigmas del nirvana. De esto proviene el poder que tienen entre nosotros ciertas personas, los que están semidespiertos; de ahí el famoso retraso de un siglo de las manifestaciones artísticas e intelectuales sicilianas; las novedades nos atraen solo cuando están muertas, incapaces de dar lugar a corrientes vitales; de ello el increíble fenómeno de la formación actual de mitos que serían venerables si fueran antiguos de verdad, pero que no son otra cosa que siniestras tentativas de encerrarse en un pasado que nos atrae solamente porque está muerto”.

“Los sicilianos no querrán nunca mejorar por la sencilla razón de que creen que son perfectos. Su vanidad es más fuerte que su miseria. Cada intromisión, si es de extranjeros por su origen, si es de sicilianos por independencia de espíritu, trastorna su delirio de perfección lograda, corre el peligro de turbar su complacida espera de la nada. Atropellados por una docena de pueblos diferentes, creen tener un pasado imperial que les da derecho a suntuosos funerales”.

“El gatopardo” finaliza con la muerte de Salina, metáfora directa del fin de toda una época. Sin aspavientos, con una tranquilidad absoluta, el gigante aristócrata abandona la vida. Allá quedan su mujer, sus hijas, su sobrino Tancredi, Concietta, el servicio y todos los demás. Lampedusa había trazado, desde la soledad y la decadencia de los palacios paternos en los que habitó en compañía de sus libros y su lectura, un certero retrato de su bisabuelo siciliano.

jueves, 28 de febrero de 2008

Por si sirviera de desagravio

Al tiempo que creé tanto este blog como los que le acompañan, emprendí una especie de campaña de publicidad, colocando mensajes en cualquier foro que se me pusiera por delante, sin mirar a veces su contenido y con la única intención de que vieran el enlace a mi blog el mayor número de personas posibles. Cuando el mensaje se desplazaba por otros mensajes más actuales, me las arreglaba, no sin ciertas dosis de picaresca, para que el mensaje volviera a ocupar el primer lugar, colocando una respuesta insulsa al objeto de que el mensaje volviera a aparecer el primero. Esto ocurría con foros en los que no suelo participar activamente, que no es el caso de otros en los que sí que me gusta participar, como los de Yoescribo, el de que Leer o, más recientemente, el de Hispacuarela. Digamos que utilizaba esos foros únicamente para eso, para hacer propaganda del blog.
En un foro que se decía literario borraron mi mensaje sin más explicación. En Ciudad Blog también tomaron la decisión de borrarlo, pero al requerirles por mi parte una explicación, han tenido la sinceridad y la amabilidad de contestarme que me había limitado a utilizarles como tablón de anuncios, sin participar activamente en el mismo, y me han hecho reconocer que tienen toda la razón.
Por mi parte, no volveré a utilizar ese método para hacer publicidad de mi blog. Prefiero que sean el boca a boca, o el propio blog, si es que tiene un mínimo de calidad, los que se encarguen de difundirlo, y si en algún momento languidece o se torna mediocre, mejor que desaparezca.
Quiero pedir desde aquí disculpas públicas a los miembros de Ciudad Blog, y decirles que respeto su seriedad y buen hacer, que lamento haberles utilizado para darme publicidad, y que me han hecho ver mi error.

sábado, 23 de febrero de 2008

Sostiene Pereira. Antonio Tabucchi


Leí “Sostiene Pereira” bastante tarde, en la decimotercera edición de Alfaguara, allá por el 97. Había leído poco de Tabucchi, en concreto un libro de relatos titulado “El Angel negro”, y una joya titulada “Réquiem”, que nos muestra su enamoramiento de Lisboa. Dos libros que me gustaban, pero que no me entusiasmaban. Fue después de la lectura de “Sostiene Pereira”, que no pude dejar hasta acabarlo, cuando comenzó mi veneración por ese escritor italiano que adoptó Lisboa como segunda patria.

“Sostiene Pereira” marcó varias características muy bien definidas de mi línea de pensamiento. En primer lugar, el personaje de Pereira me pareció tan fascinante y emotivo, que a partir de entonces comencé a considerar a las personas mayores como parte más que importante de nuestra vida. La magistral manera en que Tabucchi recrea la aparente debilidad de pensamiento de Pereira, transformándola hasta convertirlo en un personaje comprometido con su forma de pensar y valorar las injusticias, es muy posible que no se haya logrado por ningún otro autor.

Ya tiene bastante mérito que Tabucchi haya elegido a una persona a priori mediocre, muy culta pero inmovilista en su fondo y en su forma, físicamente cansado, y con un carácter bastante tendente a la melancolía. A Pereira no le gusta meterse en líos, pero no puede quedarse quieto ante el brutal asesinato de su amigo Rosi. Su forma de vengarse, que no quiero desvelar en esta entrada, constituye tanto un acto de maquiavélica profesionalidad periodística, como de compromiso ético, más que político.

Por otro lado, la fascinación que siento por Lisboa en particular y por Portugal en general, que ya había comenzado a gestarse con “Réquiem”, del mismo autor, se desbordó totalmente justo después de la lectura de esta novela. Una cuestión lleva a la otra, ya lo he mencionado en muchas ocasiones. A través de Tabucchi y Pereira, un indudable enamorado de su ciudad, descubrí la Lisboa de Pessoa, y después conocí a Cardoso Pires, un insigne escritor lisboeta, del que sin duda hablaré en otra entrada, que apareció junto a Tabucchi en un casi desconocido mediometraje de gran belleza y sensibilidad, protagonizado Gonzalo de Castro (si, el famoso Gonzalo de “siete vidas”) titulado “Lisboa. A faça no coraçao”. A través de Cardoso Pires, su libro “Lisboa, diario de a bordo” y del documental que se hizo sobre el mismo, conocí a Lobo Antunes y a otros estupendos escritores portugueses, y cuando por fin vi la memorable película “Sostiene Pereira”de Faenza, perfecta porque se ajusta casi milimétricamente a la novela de Tabucchi, descubrí a la hasta entonces desconocida para mi Dulce Pontes, que cantaba el inolvidable tema “A brisa do coraçao”, compuesto por Ennio Morricone, y que sonaba al principio y al final de la película, en esa escena maravillosa que he visto cien veces y que me sigue emocionando como el primer día. Después de Dulce Pontes escuché a Misia, y a Madredeus, y hasta a Amalia Rodríguez, y a partir de ahí, amigos míos, mi espíritu sucumbió por esa “saudade” que me domina desde entonces durante largas temporadas. Y todo este gratificante sufrimiento procede de la lectura, en una sola tarde, de la novela “Sostiene Pereira”. Como para no dedicarle una entrada al librito en cuestión.

Pereira es un personaje entrañable, un periodista lisboeta que escribe en un periódico sin ninguna tendencia política. Estamos en 1938, en plena dictadura Salazarista, en los preliminares de la Segunda Guerra Mundial y con la Guerra Civil española llamando a la puerta. Pereira lleva una vida tranquila, más o menos sedentaria, cuidando su obesidad intentando comer poco (pone cara de resignación cuando se prepara una tortilla a las finas hierbas), y hablando de vez en cuando con el retrato de su difunta esposa. Se considera católico, pero a su manera.

“Y Pereira era católico, o al menos en aquel momento se sentía católico, un buen católico, pero en una cosa no conseguía creer: en la resurrección de la carne. En el alma sí, claro, porque estaba seguro de poseer un alma, pero toda su carne, aquella chicha que circundaba su alma, pues bien, eso no, eso no volvería a renacer, y además, ¿para qué?, se preguntaba Pereira. Todo aquel sebo que le acompañaba cotidianamente, el sudor, el jadeo al subir las escaleras, ¿para qué iban a renacer?. No, no quería nada de aquello en la otra vida, para toda la eternidad, Pereira, y no quería creer en la resurrección de la carne”.

Al leer un artículo del joven Montero Rossi en el que habla de la muerte, decide llamarle para ofrecerle un puesto en la sección cultural del diario “Lisboa”, que es la que lleva Pereira.

“Sostiene Pereira que al principio se puso a leer distraídamente el artículo, que no tenía título, después maquinalmente volvió hacia atrás y copió un trozo. ¿porqué lo hizo?. Eso Pereira no está en condiciones de decirlo. Tal vez porque aquella revista de vanguardia católica le contrariaba, tal vez porque aquel día se sentía harto de vanguardias y de catolicismos, aunque él fuera profundamente católico, o tal vez porque en aquel momento, en aquel verano refulgente de Lisboa, con toda aquella mole que soportaba encima, detestaba la idea de la resurrección de la carne, pero el caso es que se puso a copiar el artículo, quizá para poder tirar la revista a la papelera.

Sostiene que no lo copió todo, copió solo algunas líneas, que son las siguientes y que puede aportar a la documentación: “La relación que caracteriza de una manera más profunda y general el sentido de nuestro ser es la que une la vida con la muerte, porque la limitación de nuestra existencia por la muerte es decisiva para la comprensión y la valoración de la vida””.

Después de comer y de visitar al padre Antonio para hablarle otra vez del obsesivo tema de la muerte, Pereira va a su casa, en la Avenida de la Liberdade, y, según su costumbre, empieza un diálogo con su difunta esposa:

“Sostiene Pereira que desde hacía tiempo había cogido la costumbre de hablar con el retrato de su esposa. Le contaba lo que había hecho durante el día, le confiaba sus pensamientos, le pedía consejos. No sé en qué mundo vivo, dijo Pereira al retrato, me lo ha dicho incluso el padre Antonio, el problema es que no hago otra cosa que pensar en la muerte, me parece que todo el mundo está muerto o a punto de morirse. Y después Pereira pensó en el hijo que no habían tenido. El sí lo hubiera querido, pero no podía pedírselo a aquella mujer frágil y enfermiza que pasaba las noches insomne y largos periodos en sanatorios. Y lo lamentó. Porque si hubiera tenido un hijo, un hijo mayor con el que sentarse ahora a la mesa y hablar, no habría necesitado hablar con aquel retrato que se remontaba a un viaje lejano del que ya casi no se acordaba. Y dijo: en fin, qué le vamos a hacer, que era su forma de despedirse del retrato de su esposa”.

Esa misma noche, Pereira conoce a Monteiro Rosi y a su novia en una fiesta en la plaza. Rosi canta canciones napolitanas para un grupo de salazaristas, lo que confunde a Pereira, que se tranquiliza cuando Rosi le confiesa que lo hace por dinero. Después de una conversación y un baile con Marta, Rosi queda contratado para escribir necrológicas de escritores que todavía viven. Pereira quiere disponer de la necrológica antes de que el escritor muera, para publicarla de inmediato. Rosi accede y le pide a Pereira un anticipo, que este pone de su bolsillo. La idea de Rosi es escribir una necrológica de Lorca.

Resulta emotiva la relación de Pereira con Monteiro Rosi. Parece adoptarle, con cierta conmiseración, y a pesar de la tendencia política de las necrológicas de Rosi, que nunca son publicadas porque Pereira defiende a ultranza la imparcialidad de su periódico, el veterano periodista sigue anticipando cantidades a Rosi. Fascinado por la ilusión y la vitalidad del joven, Pereira termina ofreciéndole su casa, en un momento duro en el que Rosi se tiene que ocultar.

Previo a ese acontecimiento, asistimos a la emotiva visita de Pereira a un balneario de Coimbra, en la que conoce al doctor Cardoso, con el que conversa animadamente sobre la página cultural del periódico, sobre la vida, sobre la muerte y sobre todo lo divino y lo humano. El doctor, duro al principio con su paciente, termina por permitirle diferentes licencias, como comer con agua con gas o fumar de vez de vez en cuando un cigarro, a pesar de la cardiopatía de Pereira. Poco a poco, se establece entre los dos personajes una relación de amistad que resultará de suma utilidad para que Pereira consiga llevar a adelante su último golpe de mano.

Cuando vuelve a Lisboa, alija a Monteiro Rosi en su casa. Una noche, aparecen tres individuos malencarados que dicen ser policías secretos, y mientras uno de ellos apunta con su arma a un asustado Pereira, los otros dos se meten con el joven en una habitación. Desde el otro lado de la puerta le llegan a Pereira gritos, golpes y fuertes sacudidas. Al cabo de un rato, los dos policías salen del cuarto, con las ropas manchadas de sangre. Pereira, una vez recuperado del susto, entra en el cuarto, dirigiéndose a Rosi para decirle que todo ha terminado, pero el joven no puede escucharle: ha muerto a causa de la paliza que le han dado los supuestos policías.

Pereira siente la necesidad urgente de hacer algo, y se le ocurre sentarse delante de su máquina de escribir. No puede soportar el dolor ante la pérdida, de una forma tan brutal además, del joven Rosi. Y escribe. Escribe un artículo.

No voy a desvelar lo que hace Pereira para vengar a su amigo. Prefiero que leáis la novela o que veáis la película. Simplemente deciros que parece increíble que el hasta entonces pacífico y casi mediocre Pereira tome una decisión que cambiará su vida para siempre.

Al final del libro, como nota a la edición de Alfaguara, Tabucchi parece querernos decir que Pereira está basado en un periodista real, portugués, que había muerto cierto tiempo antes. Tabucchi describe a Pereira como un personaje del limbo, que aparece en sus sueños buscando a un autor que cuente su aventura. Tabucchi terminó por escribir su historia. Pero no deseo en absoluto suplir con mi insolencia la belleza de su prosa. Dejemos que nos lo cuente él mismo:

“La escribí en Vechiano, en dos meses, que fueron también tórridos, de intenso y furibundo trabajo. Por una afortunada coincidencia, acabé de escribir la última página el 25 de Agosto de 1993. Y quise registrar esa fecha en la página porque es para mi un día importante: el cumpleaños de mi hija. Me pareció una señal, un auspicio. El día feliz del nacimiento de un hijo mío nacía también, gracias a la fuerza de la escritura, la historia de la vida de un hombre. Tal vez, en la inescrutable trama de los eventos que los dioses nos conceden, todo ello tenga su significado”.