sábado, 8 de marzo de 2008

Cuentos de la taberna del ciervo blanco. Arthur C. Clarke

Uno de los saludables beneficios que me está reportando la redacción de este blog sobre libros, entre otros muchos, es que estoy releyendo, antes de escribir cada entrada, verdaderas joyas de la literatura que en su momento me entusiasmaron con la misma firmeza que hoy en día. Después de haber leído durante todos estos años libros de todo tipo, resulta muy grato reencontrarse con estos amigos, fieles acompañantes de mi adolescencia y juventud. A lo único que me ha ayudado la experiencia lectora es a poder separar el grano de la paja en muchas ocasiones, y os puedo asegurar que los libros comentados son los mejores que he leído nunca.

Este es el caso de “Cuentos de la taberna del ciervo blanco”, de Arthur C. Clarke. Al rebuscar en las profundidades de mi biblioteca he conseguido por fin encontrarlo en una zona que podría denominarse como “Raíces”, por estar compuesta de los libros más antiguos, los primeros que despertaron mi afición a la lectura. Allí estaba, amarillenta y desencuadernada por el tiempo, la edición de bolsillo de Alianza editorial, la segunda, de 1979. Es un librito delgado, de 177 páginas, con una portada muy original, en la que se ve media cabeza humana en blanco y negro, calva, de la que salen hacia arriba varios cables de colores.

Ante la modestia del libro, tanto en lo que se refiere a su tamaño como a su presentación, nadie podría sospechar lo que representó su lectura para un chaval de unos dieciocho años, que empezaba por aquel entonces una incierta peripecia universitaria y que devoraba, literalmente, todo lo que cayera en sus manos. Porque fueron los “Cuentos de la taberna del ciervo blanco”, amigos, los que impulsaron en mi unas ganas irrefrenables de ponerme a escribir como un loco. Así de sencillo.

El volumen recoge quince cuentos escritos por Arthur C. Clarke entre 1953 y 1956, en localizaciones tan dispares como Nueva York, Miami, Colombo, Londres y Sydney. Todas las historias se desarrollan en un pub londinense, “El ciervo blanco”, y son narradas por Harry Purvis, uno de los parroquianos. A pesar de la fama del autor como escritor de ciencia ficción, en esta ocasión dicho estilo brilla por su ausencia. No se desarrolla la trama en un futuro más o menos lejano, sino en el presente, y las historias narran con gran amenidad y podría decirse que hasta simplicidad, los absurdos a los que se podrían llegar si se aplicaran a ultranza los conocimientos científicos, unos reales y otros inventados, que conformaban la comunidad tecnológica en la época en la que se escribió el libro.

Se nos cuenta así, por ejemplo, “Silencio por favor”, un relato en el que se crea una máquina para producir silencio, “La melodía ideal”, que recrea una máquina para fabricar melodías perfectas, otro relato en el que otra máquina reproduce el placer sexual, otro en el que las computadoras de un centro militar se vuelven pacifistas de repente y empiezan a boicotear su trabajo, otro en el que un hombre pretende arar el mar, otro en el que unas colonias de termitas son capaces de adquirir conocimientos humanos... Sorprendentes historias, que nadie de los que escucha a Purvis, un público cada vez mayor, es capaz de dilucidar si son reales o se deben únicamente a la desatada imaginación del narrador. Los finales, siempre inesperados y muy imaginativos, provocan en el lector y en los bebedores del “Ciervo Blanco” la necesidad de escuchar o de leer el próximo relato. Resulta imposible sustraerse a la descarada magia de Purvis, a su ilimitada capacidad narrativa y a su desparpajo a la hora de describir una máquina irreal como si se tratara de un elemento de andar por casa.

El escritor, en el prólogo a su libro de relatos, nos dice que en más de una ocasión, la ciencia ha terminado por darle la razón en lo que se refiere a algún experimento o maquinaria de las que describe en sus relatos. Los efectos, la mayoría de las veces no del todo los esperados, han terminado por comprobarse en algunos experimentos científicos de última generación (por aquellos tiempos, se entiende)

Clarke nos aclara en el prólogo de su obra que “El ciervo blanco” existió en realidad. Se trataba de la taberna “El caballo blanco”, en Fletter Lane, al norte de la calle Fleet de Londres. Al parecer, después de la Segunda Guerra Mundial, se reunía en ese lugar una parte importante de los aficionados a la ciencia ficción de Londres. Cuando el dueño del bar, Lew Mordecai, se trasladó a otro local al que llamó “El Globo”, en Hatton Garden, en pleno barrio de los diamantes, toda la parroquia se trasladó con el. Cuando escribe el prólogo, Clarke dice que muchos escritores y editores jóvenes, así como visitante del mundo entero, siguen reuniéndose en ese local todos los martes de cada mes, a pesar de que el propio Clarke reconoce que no entiende nada de lo que se habla ahí.
“A veces tengo que recordarles que no conocí a Jules Verne, y ni tan siquiera, desgraciadamente, a H.G Wells”.

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