sábado, 1 de marzo de 2008

El gatopardo. Giuseppe Tomasi di Lampedusa


“El gatopardo” es algo más que la famosa frase “si queremos que todo siga como está, es preciso que todo cambie”. Es mucho más, diría yo. Se trata de una profunda reflexión ante el cambio de los tiempos, ante la actitud que se adopta cuando los acontecimientos nos desbordan, ante la dignidad, que hay que mantener a toda costa frente al pueblo, frente a la autoridad, frente a los rebeldes, pero sobre todo, y por encima de todo, ante la familia. En este sentido, el príncipe Salina sobrevive como un gigante a la inevitable decadencia de la rancia aristocracia siciliana, eclipsada de un plumazo por los acontecimientos políticos que desembocaron finalmente en la unificación de Italia.

Curiosamente, y es una de las características con las que se encuentra el lector ante tan magnífica obra, es que precisamente no es nada magnífica en lo que a número de páginas se refiere. Lampedusa consigue reflejar toda una época de cambios, toda una epopeya familiar y social, en una novela que no llega a las trescientas páginas. Un poder de síntesis que, al ser llevado al cine por el genial Visconti, necesitó un metraje cercano a las tres horas, y aún así se quedaron muchos matices del libro en el tintero.

La obra empieza con el rezo del rosario, antes de la cena, en la casa familiar de los Salina. Un suceso ha conmocionado la tranquilidad de todos: la aparición del cadáver de un soldado en el huerto familiar. Un joven anónimo, que consiguió llegar hasta el pie de un limonero para dejar la vida en el. Salina trata de encontrar algún sentido en aquella muerte.

“Efectivamente, no se había hablado más del muerto y a fin de cuentas, los soldados son soldados precisamente para morir en defensa del rey. La imagen de aquel cuerpo destripado surgía, sin embargo, con frecuencia en sus recuerdos, como para pedir que se le diera paz de la única manera posible para el príncipe: superando y justificando su extremo sufrimiento en una necesidad general. Y había en torno a el otros espectros todavía menos atractivos que esto. Porque morir por alguien o por algo, está bien, entra en el orden de las cosas, pero conviene saber, o por lo menos estar seguros de que alguien sabe por quién o porqué se muere. Esto era lo que pedía aquella cara desfigurada. Y precisamente aquí comenzaba la niebla”.

Salina se llega a plantear si el rey por el que al parecer ha muerto el joven es digno de que alguien muera por el. Hablando con Malvica, su cuñado, plantea que hay reyes que no son dignos de ostentar el cargo que ostentan.

“-Pero esto no es razonar, Fabricio –replicaba Malvica-, no todos los soberanos pueden estar a la altura, pero la idea monárquica continúa siendo la misma.
También esto era verdad.
-Pero los reyes que encarnan una idea no deben, no pueden descender, por generaciones, por debajo de cierto nivel; si no, mi querido cuñado, también la idea se menoscaba”.

La novela está llena de conversaciones tan sugerentes como la anterior. Fabricio Salina muestra en cada uno de sus movimientos, el respeto por la posición social a la que representa, y el respeto a todas las demás. Exige que cada uno se mantenga en su lugar, asumiendo el papel que le corresponde, y no soporta ningún tipo de arribismo o abuso de poder, venga de quien venga. Aunque parezca mentira, resulta fácil identificarse con un personaje que antepone su integridad por encima de cualquier otra consideración. Ante la debilidad y el miedo que muestra la familia, y sobre todo Stella, su mujer, frente los acontecimientos, Salina muestra una entereza de espíritu y una tranquilidad ciertamente envidiables. Precisamente, uno de los pasajes más jugosos transcurre cuando el príncipe acude a los servicios de una prostituta para sofocar su ardor sexual. La reflexión que hace sobre su actitud es digna de figurar en una enciclopedia sobre el género humano.

“Soy un pobre débil –pensaba mientras su poderoso paso resonaba sobre el sucio empedrado-, soy débil y nadie me sostiene. ¡Stella!. ¡Se dice pronto!. El señor sabe si la he querido. Nos casamos hace veinte años. Pero ella es ahora demasiado despótica y demasiado vieja también.
Le había desaparecido el sentido de la debilidad.
“Todavía soy un hombre vigoroso y ¿cómo puedo contentarme con una mujer que, en el lecho, se santigua antes de cada abrazo y luego, en los momentos de mayor emoción, no sabe decir otra cosa que ¡Jesús, María!?. Cuando nos casamos, cuando ella tenía dieciséis años, todo esto me exaltaba, pero ahora...He tenido con ella siete hijos y jamás le he visto el ombligo. ¿Esto es justo? –gritaba casi, excitado por su excéntrica angustia-. ¿Es justo?. ¡Os lo pregunto a todos vosotros! –y se dirigía al portal de la Catena-. ¡La pecadora es ella!”.

A pesar de su profunda religiosidad, Salina necesita echar de vez en cuando una canita al aire, y justifica su actitud con este soberbio párrafo. Mantiene también una curiosa actitud ante la Iglesia, a la que exige también que ocupe su lugar, como a todas las demás instituciones que le rodean. En este sentido, son memorables también las conversaciones que mantiene de vez en cuando con el padre Pirrone, testigo involuntario de algunas de sus andanzas nocturnas.

“No somos ciegos, querido padre. Solo somos hombres. Vivimos en una realidad móvil a la que tratamos de adaptarnos como las algas se doblegan bajo el impulso del mar. A la santa Iglesia le ha sido explícitamente prometida la inmortalidad; a nosotros, como clase social, no. Para nosotros un paliativo que promete durar cien años equivale a la eternidad. Podremos acaso ocuparnos por nuestros hijos, tal vez por los nietos, pero no tenemos obligaciones más allá de lo que podamos esperar acariciar con estas manos. Y yo no puedo preocuparme de lo que serán mis eventuales descendientes en el año 1960. La Iglesia sí debe preocuparse, porque está destinada a no morir. En su desesperación se halla implícito el consuelo. ¿Y cree usted que si pudiese salvarse a sí misma, ahora o en el futuro, sacrificándonos a nosotros, no lo haría?. Cierto que lo haría, y haría bien”.

La familia emprende un penoso viaje a la residencia de verano de Donnafugata. Cuando por fin llegan, cansados y embadurnados de polvo, reciben el caluroso recibimiento de las autoridades, que no saben muy bien como reaccionar ante el aristócrata. Los recientes acontecimientos políticos les han dejado ligeramente descolocados, pero se impone una vez la tranquila personalidad de Salina, y las cosas se desarrollan conforme a lo previsto y a la tradición mantenida durante años.

A la cena de bienvenida ofrecida por el aristócrata, acuden las fuerzas vivas del pueblo. La belleza de Concietta, la hija del alcalde, despierta de inmediato el interés de Tancredi, el sobrino de Salina. Hago un inciso para comentar aquí que, en la película de Visconti, Tancredi era interpretado por Alain Delon, y Concietta por Claudia Cardinale. Se habló en su momento, en clave de tontería, de que estos dos papeles eclipsaban al encarnado por Burt Lancaster, que encarnaba al mismo Salina. Nada más lejos de la verdad. Sucedía más bien al contrario. La fortísima personalidad del aristócrata sobrevolaba muy por encima de los escarceos por las habitaciones del palacio de la joven pareja, por muy guapos y muy de moda que estuvieran en la época en la que se estrenó la película.

Las reflexiones de Salina son innumerables y muy profundas. Durante un paseo con su sobrino por un jardín plantado de melocotones, el anciano sospecha que su acompañante le va a hablar de Concietta.

“Pero la forma en que le había abordado, el tono del sobrino, no era el de quien se prepara a hacer confidencias amorosas a un hombre como el. Se tranquilizó; los ojos del sobrino le miraban con ese afecto irónico que la juventud concede a las personas mayores.
“Pueden permitirse el lujo de ser un poco amables con nosotros, tan seguros están de que el día de nuestros funerales serán libres”.

A Salina le ofrecen formar parte del Senado italiano. Declina la invitación, a pesar de considerar un honor que le hayan propuesto un nombramiento tan importante. Para justificar su decisión, argumenta una interesantísima disección de la naturaleza de los sicilianos.

“En Sicilia no importa hacer mal o bien. El pecado que nosotros los sicilianos no perdonamos nunca es simplemente le de hacer. Somos viejos, Chevaley, muy viejos. Hace por lo menos veinticinco siglos que llevamos sobre los hombros el peso de magníficas civilizaciones heterogéneas, todas venidas de fuera, ninguna germinada entre nosotros, ninguna con la que nosotros hayamos entonado. Somos blancos como lo es usted, Chevalley, y como la reina de Inglaterra; sin embargo, desde hace dos mil quinientos años somos colonia. No lo digo lamentándome, la culpa es nuestra. Pero estamos cansados y también vacíos”.

“El sueño, querido Chevalley, el sueño es lo que los sicilianos quieren, ellos odiarán siempre a quien los quiera despertar, aunque sea para ofrecerles los más hermosos regalos...Todas las manifestaciones sicilianas son manifestaciones oníricas, hasta las más violentas; nuestra sensualidad es deseo de olvido, los tiros y las cuchilladas, deseo de muerte, deseo de inmovilidad voluptuosa, es decir, también la muerte, nuestra pereza, nuestros sorbetes de escorzonera y de canela. Nuestro aspecto pensativo es el de la nada que quiere escrutar los enigmas del nirvana. De esto proviene el poder que tienen entre nosotros ciertas personas, los que están semidespiertos; de ahí el famoso retraso de un siglo de las manifestaciones artísticas e intelectuales sicilianas; las novedades nos atraen solo cuando están muertas, incapaces de dar lugar a corrientes vitales; de ello el increíble fenómeno de la formación actual de mitos que serían venerables si fueran antiguos de verdad, pero que no son otra cosa que siniestras tentativas de encerrarse en un pasado que nos atrae solamente porque está muerto”.

“Los sicilianos no querrán nunca mejorar por la sencilla razón de que creen que son perfectos. Su vanidad es más fuerte que su miseria. Cada intromisión, si es de extranjeros por su origen, si es de sicilianos por independencia de espíritu, trastorna su delirio de perfección lograda, corre el peligro de turbar su complacida espera de la nada. Atropellados por una docena de pueblos diferentes, creen tener un pasado imperial que les da derecho a suntuosos funerales”.

“El gatopardo” finaliza con la muerte de Salina, metáfora directa del fin de toda una época. Sin aspavientos, con una tranquilidad absoluta, el gigante aristócrata abandona la vida. Allá quedan su mujer, sus hijas, su sobrino Tancredi, Concietta, el servicio y todos los demás. Lampedusa había trazado, desde la soledad y la decadencia de los palacios paternos en los que habitó en compañía de sus libros y su lectura, un certero retrato de su bisabuelo siciliano.

5 comentarios:

Anónimo dijo...

Este es uno de mis libros favoritos, que releo (a trozos) en muchas ocasiones. Ahora estoy tratando de encontrar la biografia de Lampedusa que me interesa muchísimo, como casi todas las biografias.

Anónimo dijo...

Hay una muy buena, publicada por Siruela, que se llama "El último gatopardo. Vida de Lampedusa", de David Gilmour- No la leí del todo, pero la estuve ojeando y tiene muy buena pinta.

Si entras en la página de casa del libro, y tecleas en el buscador "Lampedusa", verás que te aparecen muchas biografías sobre este autor. La que yo te emnciono aparece la primera, y es la que conozco. Del resto no te puedo dar referencias.

Gracias por el comentario.

Anónimo dijo...

¡gRACIAS!. Ese de Siruela es el que estaba buscando. Lo encargaré ahora mismo porque me apetece mucho.
He estado echando un ojo a tu sección de cine y es magnífica, así como esta de libros. Un modelo a seguir y te lo digo sinceramente.

Anónimo dijo...

Muchas gracias. Trato de reflejar lo que el cine o la literatura representan para mi, de un modo no erudito, sino como afición, y me agrada mucho cuando alguien como tu me dice que le gusta lo que hago.

Espero que disfrutes con la biografía de Lampedusa.

Un saludo

Anónimo dijo...

Creo que tienes un error en los nombre de la hija del Príncipe Fabrizio(Concetta) y la hija del alcalde don Calogero (Angelica= Claudia Cardinalle) que es con quien se casa Tancredi (Alain Delon)