domingo, 16 de marzo de 2008

Los santos inocentes. Miguel Delibes


No voy a entrar en polémica sobre si Camilo José Cela o Miguel Delibes, porque para mi no existe ninguna polémica: Miguel Delibes es infinitamente mejor escritor que el otro.


Curiosamente, y posiblemente debido a una especie de masoquismo literario para el que no soy capaz de encontrar explicación, he leído bastante más del gallego que del vallisoletano. Supongo que las trazas de afición marcadas en el colegio, a través de las dos series del libro “Senda”, ese gran ladrillo de color marrón publicado por Santillana para séptimo y octavo de EGB, le hacían los honores al autor de “La colmena” por alguna especie de compromiso que se me escapa.


Salvando esta especie de torcedura en mi camino literario, tengo que reconocer que, en las pocas ocasiones en las que me he acercado a Miguel Delibes, todo lo que he leído me ha entusiasmado, cosa que no puedo decir del otro, pues únicamente considero “La familia de Pascual Duarte” y la mencionada “La colmena” como muy interesantes. El resto de lo que escribió, incluyendo “Viaje a la Alcarria”, me parece impregnado de la pretenciosidad que proporciona la gloria, muy marcada en el caso de Camilo José Cela, una personalidad ligeramente soberbia para mi gusto, sin que esto le reste méritos, que los tiene, a su forma de escribir.


A Miguel Delibes siempre le he visto más sencillo, más humilde, más tímido, si queréis, pero infinitamente más cautivador y demoledor cuando coge la pluma. Si bien no comparto su afición a la caza, respeto profundamente su planteamiento vital, sin grandes fuegos de artificio, retirado en el campo al que tanto ama, y haciendo lo que le gusta sin grandes alardes de exhibición. Es posible que nunca se plantee construir una fundación, pero es que tampoco le hace falta. A Camilo José Cela te lo imponen, tanto en la educación (al menos en mi época, cuando la educación era interesante) como a través de los medios de comunicación. Todavía recuerdo la encuesta que se hizo en España, en la que se le preguntaba a la gente quien era más merecedor del nobel, si Camilo José Cela o Aleixandre. En una patética muestra de opinión fallera, todo el mundo elegía a Cela, porque le sonaba de los pedos, los eructos y cosas así. A Miguel Delibes, en cambio, se le busca, y la única forma de encontrarle es a través de la literatura.


Delibes escribió “Los santos inocentes" en 1981. La edición que tengo, de cubierta de color marfil y el nombre y la firma del autor en líneas doradas, es de 1984, y pertenece a una colección que sacó Seix Barral con el nombre de “Literatura contemporánea”, en la que se publicaron también, por ejemplo, “Bearn o la sala de las muñecas”, “Rayuela”, “Abbadon el exterminador” y “Confesiones de una máscara”, por citar algunos de los títulos que me vienen ahora a la memoria. “Los santos inocentes” es una novela muy cómoda, muy corta, de gran poder descriptivo, escrita en un tono que recuerda la forma de hablar de las gentes del campo que la protagonizan. Se divide en seis libros, de título sencillo, para poder recordarlo. “Azarías”, “Paco el bajo”, “La milana”, “El secretario”, “El accidente” y “El crimen”. El título del último libro, cuidadosamente elegido, nos informa ya desde el principio que la acción desembocará indefectiblmente en tragedia.


La historia que nos narra Delibes en “Los santos inocentes” habla de la desigualdad, del servilismo, de la dominación del rico sobre el pobre que se abatió como una sombra negra sobre gran parte del territorio español, fragmentado en enormes latifundios en los que el señorito tenía poder de vida y muerte sobre su inmenso ejército de esclavos, aparceros, cuidadores, mamporreros, criados y agricultores. El máximo honor para una familia de campesinos que tuviera su infrahumana vivienda en la finca del señorito, consistía en que alguno de sus hijos llegara a despertar la atención del señor o de la señora y le permitieran entrar a servir o a cocinar en la casa.


Parece que nos estamos refiriendo a una época lejana en el tiempo, coincidente con los señores feudales que mandaban en Europa antes de la llegada de los estados. Nada más lejos de la realidad. La novela se desarrolla en una época muy cercana, demasiado cercana, diría yo, en un tiempo situado entre la guerra civil y la década de los sesenta o setenta. Basándose en conceptos tan anacrónicos como la religión y el fomento de la ignorancia más absoluta, los señores vivían a cuerpo de rey a costa de sus esclavos. Porque Azarías, Paco el Bajo, la Régula, el Críspulo, la Pepa, el Facundo y el Crespo no eran más que eso, esclavos, en el sentido más puro y duro de la palabra.


Delibes deja una puerta abierta a la esperanza con el Quirce, el hijo de Paco el Bajo, y su hermana, que parecen ser los primeros en darse cuenta de que aquello no tiene sentido. A pesar de los esfuerzos de su padre por hacerle entrar en vereda, Quirce se muestra rebelde, reacio a hacerle la rosca a los amos. Lo define muy bien el señorito cuando le pide a Paco que le acompañe a cazar, a pesar de tener la pierna escayolada. “No me gusta ir con Quirce, Paco. Parece que me está haciendo un favor”. En eso consistía el dominio, la maestría sobre la plebe. El esclavo tenía que ser plenamente consciente de que su puesto era ese, el de servir, sin concesiones, con la alegría de estar recogido bajo el ala protectora de los amos. La limosna que reparte entre los campesinos la madre del señorito con motivo de la comunión de su nieto (la religión, siempre la religión omnipresente) es un regalo del cielo, y así tienen que recibirla las tristes sombras humanas a las que se les permite, en un alarde de generosidad cristiana, recoger las migajas que los amos se dignan tirar.


Todo este tinglado puede mantenerse, entre otras razones, por el fomento de la ignorancia. El mismo Azarías, al comienzo del libro, desprecia los esfuerzos de su hermana, la Régula, por ilustrar a sus hijos.


“A su hermana, la Régula, le contrariaba la actitud del Azarías porque ella aspiraba a que los muchachos se ilustrasen, cosa que a su hermano se le entojaba un error, que “luego no te sirven ni para finos ni para bastos”, pontificaba con su tono de voz brumoso, levemente nasal”

Delibes no admite concesiones en este sentido. A sus ojos, tan culpables son los esclavos por ese desprecio secular a la cultura o al simple saber escribir, como los amos que fomentan esa ignorancia, a pesar de sus esfuerzos, en una magistral escena en la que el señorito llama a la Régula para que le demuestre a un dipolomático extranjero que sabe garabatear su nombre en un papel, para demostrar lo contrario. Es inútil. La única forma de tener a los criados contentos es evitar que piensen, y eso es sencillo si al pensamiento se anteponen conceptos tan claros como el temor a Dios o el deber hacia el poderoso.


Creo que no desvelo nada importante si expongo que toda la novela se precipita, por circunstancias a veces provocadas y a veces fortuitas, a la tragedia final, que no es otra que el asesinato del señorito por parte de Azarías, después de que este, en un alarde de soberbia, y sin poder controlar sus ansias de matar algo, dispara contra la milana del pobre Azarías. En este sentido, creo que no he escuchado otro alarido de satisfacción más importante en un cine, que cuando al pobre Juan Diego se le descompone el rostro al ser ahorcado por Azarías, un personaje de fuerza sobrehumana magistralmente interpretado por un Paco Rabal, que creo que demostró a partir de esta película que podía desempeñas perfectamente otros papeles que no fueran los de galán, e incluso mucho mejor.
Ya que estamos, decir que la adaptación cinematográfica de “Los santos inocentes” es una de las más conseguidas del cine español. Resuenan todavía en los tímpanos los desgarradores gritos de la niña chica, las pobres excusas de Paco el Bajo para no acompañar a cazar al señorito (Alfredo Landa abandonó en esta película sus papeles casposillos) y los silbidos y gritos de Azarías llamando a su milana. A pesar de la crudeza y tristeza de la trama, que preside tanto la novela como la película, existen algunos momentos poéticos, protagonizados sobre todo por Quirce y su hermana, que encarnan esa especie de luz al final de las tinieblas, dejando ver que esa situación tiene ya los días contados para las generaciones futuras. Sin embargo, la máxima poesía, el memorable hallazgo de Delibes para la literatura universal de todos los tiempos, es la extraña relación que se establece entre Azarías y esa milana, que representa la libertad, el libre albedrío de un ser que vuela porque está hecho para volar. Me resulta imposible leer uno de los párrafos más emotivos que haya leído jamás sin emocionarme. Es un honor compartirlo con todos vosotros:


“ En estas se presentó el Críspulo, y luego el Rogelio, y la Pepa, y el Facundo, y el Crespo, y toda la tropa, los ojos en alto, en la veleta de la torre y la grajilla, indecisa, se balanceaba, y el Rogelio reía.
cría cuervos, tío
Y el Facundo,
A ver, de que cogen gusto a la libertad,
Y porfiaba la Régula
ae, Dios dio alas a los pájaros para volar,
Y al Azarías le resbalaban los lagrimones por las mejillas y el trataba de espantarlas a manotazos y tornaba a su cantinela,
milana bonita, milana bonita
Y, según hablaba, se iba apartando del grupo, apretujado a la sombra caliente del sauce, los ojos en la veleta, hasta que quedó, mínimo y solo, en el centro de la amplia corralada, bajo el sol despiadado de julio, su propia sombra como una pelota negra, a los pies, haciendo muecas y aspavientos, hasta que, de pronto, alzó la cabeza, afelpó la voz y voceó,
¡quiá!
Y, arriba, en la veleta, la grajilla acentuó sus balanceos, oteó la corralada, se rebulló inquieta, y volvió a quedar inmóvil y el Azarías, que la observaba, repitió entonces
¡quiá!
Y la grajilla estiró el cuello, mirándole, volvió a recogerlo, tornó a estirarlo y, en ese momento, el Azarías, repitió fervorosamente,
¡quiá!
Y, de pronto, sucedió lo imprevisto, y como, si entre el Azarías y la grajilla se hubiera establecido un fluido, el pájaro se encaramó en la flecha de la veleta y comenzó a graznar alborozadamente,
¡quiá, quiá, quiá!
Y en la sombra del sauce se hizo un sielncio expectante y, de improviso, el pájaro se lanzó hacia delante, picó, y ante la mirada atónita del grupo, describió tres amplios círculos sobre la corralada, ciñéndose a las tapias y, finalmente, se posó sobre el hombro derecho del Azarías y comenzó a picotearle insistentemente el cogote blanco como si le despiojara y Azarías sonreía, sin moverse, volviendo ligeramente la cabeza hacia ella y musitando como una plegaria,
Milana bonita, milana bonita.”

4 comentarios:

Charo Bolivar dijo...

¡Qué gran libro! Y la adaptación que se hizo en cine fue muy buena, Miguel Delibes es uno de los mejores escritores de la literatura española.

Un beso

Anónimo dijo...

Gracias por el comentario. He jugado con algo de ventaja, porque ya sabía que era uno de tus escritores preferidos.

Un beso

Anónimo dijo...

No se, Delibes nunca me convenció. Lo encuentro muy naif y me pone muy nerviosa la simpleza que encuentro en sus novelas. Es mi opinión, lo siento. Tuve que leer casi todo lo suyo en la uni, y sólo recuerdo con agrado Cinco horas con Mario, que me sorprendió. Debería releerla.

Isabel

Anónimo dijo...

Estoy de acuerdo contigo en que Delibes es un magnífico escritor y sublime su obra "Los Santos Inocentes", pero tengo que discrepar en tu crítica a Cela. Tiene también obras muy buenas que no nombras como "Mazurca para dos muertos" novela llena de ironía y con un sentido circular del tiempo que refleja muy bien la historia de España, tan repetitiva. En general me gusta su estilo satírico y la riqueza de su vocabulario.

A Delibes solo le critico ser demasiado descriptivo.