domingo, 30 de marzo de 2008

El Jarama. Rafael Sánchez Ferlosio



“El Jarama” ganó el premio Nadal en su edición de 1955, y el premio de la crítica en 1956. Desde el principio de su existencia, el libro fue unánimemente elogiado por la crítica, tanto nacional como internacional, que lo valoró tanto por su impacto, al relatar lo que relataba de la forma en que lo relataba, como por su posterior influencia en la literatura española.

El libro describe, de manera realista, la jornada de un grupo de once amigos, que salen de excursión un domingo de verano para pasar el día a la orilla del río. La acción transcurre, durante dieciséis horas, en dos escenarios: la taberna de Mauricio, un merendero donde la clientela habla, ríe, come, juega a las cartas y deja pasar perezosamente las horas, y una arboleda cercana, refugio de bañistas improvisados. Tal y como se recoge en la sobrecubierta de la novela, Sánchez Ferlosio describe a la perfección “los baños, los escozores provocados por el sol, las paellas, los primeros escarceos eróticos y el resquemor ante el tiempo que huye, haciendo inminente la amenaza del lunes. Al acabar el día, un acontecimiento inesperado colma la jornada de honda poesía y dota a la novela de una extraña grandeza”.

Ni siquiera Sánchez Ferlosio podía ser consciente de la enorme grandeza de su novela. De hecho, siempre ha renegado de la misma, diciendo que es su peor libro, y en todas las entrevistas que ha concedido ha tratado de restarle importancia a uno de los hitos más grandes de la literatura universal. Una prueba palpable de que en muchas ocasiones la obra supera el propio criterio del que la ha realizado, por muy extraña que parezca esta circunstancia.

Tan profundo es el desprecio de Ferlosio hacia su propia creación, que como nota a la sexta edición escribe lo siguiente:

“Como quiera que a lo largo de los nueve años que la presente novela lleva a merced del público han sido no pocas las personas que, creyendo hacer un cumplido a mi propia obra, me han dicho “lo que más me gusta es la descripción geográfica del río con que se abre y se cierra la narración” y visto que las comillas que acompañan a esta descripción no surten –a falta de otra indicación, cuya omisión hoy me resulta del todo imperdonable- los efectos de atribución –o de no atribución- deseados, es mi deber consignar aquí de una vez para siempre su verdadera procedencia, devolviendo así al extraordinario escritor a quien tan injusta como atolondradamente ha sido usurpada, la que yo también, sin sombra de reticencia ni modestia, coincido en considerar como mucho la mejor página de prosa de toda la novela. Puede leerse, con leves modificaciones, en...(se trata de un volumen geográfico de la provincia de Madrid). Aunque solo me pueda servir como atenuante, he de añadir en mi descargo que fueron precisamente las pequeñas alteraciones por medio de las cuales ajusté el texto original de Don Casiano a mis propias conveniencias prosódicas –toda vez que el comienzo y el final de un libro son lugares prosódicamente muy condicionados- las que pesaron en mi ánimo para resolverme a omitir la procedencia. Pero conservar el equívoco sería hoy, por mi parte, amén de la violación de las más elementales normas de cortesía literaria que en todo caso supondría, y a la vista de cómo han ido las cosas, la más escandalosa ingratitud”.

Lo que nos viene a decir Ferlosio en esta parrafada, ni más ni menos, es que la descripción que empieza al principio y termina al final, del recorrido geográfico del río, que además no es suya, es sin duda lo mejor de la novela. Una descripción que, si bien tiene un alto grado de simbolismo relacionado con la propia trama de la novela, como más adelante comentaré, y que desde luego está dotada de una gran fuerza descriptiva, no resulta ser sino una parte muy ajena a lo que se nos cuenta en la novela.

Nunca he entendido esta negación de Ferlosio hacia su propia grandeza. Me da a veces la impresión incluso de que su personalidad, y la forma de escribir otras obras, como “Las industrias y andanzas de Alfanhui”, por ejemplo, o la misma nota que acabo de transcribir literalmente, poco o casi nada tienen que ver con el soberbio estilo realista de que hace gala en “El Jarama”. Podría pensarse que el escritor tuvo un arrebato de creatividad cuando escribió la novela por la que, al parecer a su pesar, pasó a ser reconocido como un prestigioso autor literario. Otras veces creo que el repudio se debe únicamente a un capricho, a un recurso defensivo en el que trata de manifestar su personalidad por encima de su propia obra. Del mismo modo en que Unamuno vertió esa potestad suya para hacer con sus personajes en esa maravilla de la literatura titulada “Niebla”, Ferlosio parece darse cuenta, o creer en su interior, que “El Jarama” en realidad no le pertenece, y expresa su rechazo tratando la obra de mediocre, cuando en realidad no lo es.

“El Jarama” supone un antes y un después en la forma de narrar. Los once amigos que vienen de la ciudad a pasar la jornada en el campo muestran sin pudor sus “moderneces”, por decirlo de alguna manera, a los habitantes de los pueblos cercanos, mucho menos acostumbrados que ellos a los pantalones en las chicas o a la moto de una de las parejas del grupo de once amigos, que ha venido antes, “muy descansados y sintiendo el fresquito en la cara”. Se representan así en la novela dos grupos bien diferenciados, distantes en ideas pero cercanos en sus ganas de disfrutar de un domingo que se les evapora entre las manos a medida que avanzan las horas.

La jornada transcurre tranquila, con las chicas advirtiendo a los chicos para que tengan cuidado con el vino, que al final arruina las fiestas, con las digestiones después de las comidas, con la ropa amontonada a la orilla del río, con las risas, con los pequeños enfados...Todo un microcosmos de placidez que se rompe de repente cuando la pobre Lucita, una de las chicas más jóvenes del grupo, se adentra en el río y se ahoga sin remisión.

Las escenas que describen el triste final de la chica están escritas con un ritmo perfecto. La noche empieza a adueñarse de la zona. Una pareja de amigos está nadando, posiblemente el último baño, y escucha, al tiempo que entrevé un poco más adelante a Lucita, que parece chapotear de forma nerviosa. Después, la chica desaparece. Cuando Sebastián, uno de los nadadores, quiere ir a buscarla, su novia le retiene desesperada, temerosa de que corra la misma suerte que la otra.

Espaldas ennegrecidas por la penumbra, de bañistas que ya casi daban por finalizada la jornada lúdica, contemplan en silencio el cadáver de la chica en la orilla del río. Es entonces cuando hace su aparición en escena un tercer grupo de personas, el juez, guardias civiles y empleados de la funeraria, que ponen la macabra nota de profesionalidad, ya que parecen estar más que acostumbrados a este tipo de sucesos.

La novela finaliza con el grupo de amigos deshecho, entristecido y roto por lo que acaba de ocurrir. El último párrafo enlaza directamente con el primero, aunque es bastante más breve:

“Entra de nuevo en terreno terciario y recibe por la izquierda al Henares, en Mejorada del campo. En Vaciamadrid recoge al Manzanares por la orilla derecha, por abajo del puente de Arganda; y en Titulcia al Tajuña, por la izquierda. Suministra a la grande acequia llamada Real del Jarama, y ya en las vegas de Aranjuez entrega sus aguas al Tajo, que se las lleva hacia occidente, a Portugal y al Océano Atlántico”.

“El Jarama” representó el primer intento serio de novela social española. Se trataba de mostrar al lector la vida de la gente de la calle, como en una especie de neorrealismo italiano modelado al gusto de la sociedad española. La trágica muerte de Lucita representa para muchos la fragilidad del ser humano cuando se enfrenta a la naturaleza. Y es precisamente en esta interpretación en la que se suele fundamentar la colocación por parte de Ferlosio, abriendo y cerrando el relato, del implacable devenir de un río que no cambia su rumbo o su forma de discurrir en función de los acontecimientos que sucedan en sus aguas, por muy dolorosos que resulten para esa frágil parte de la vida que es el ser humano. Contundente, implacable, el río prosigue su camino desde la sierra madrileña hasta el océano que lo recoge. El devenir humano no tiene ninguna de las características de cualquier elemento natural, como ser un río, y su devenir depende la mayor parte de las veces de elementos, fuerzas y circunstancias que nadie puede ni controlas ni tan siquiera prever.

Esto es lo que magistralmente trata de hacernos ver Ferlosio con su novela, por mucho que el mismo niegue su validez.

sábado, 22 de marzo de 2008

Mort Cinder, de Breccia y Oesterheld


Traigo por primera a vez a estas páginas, y con la intención inequívoca de que sirva de precedente, un libro de cómics, porque creo que algunos cómics son tanto o más dignos que muchos libros, y porque estoy seguro de que los aficionados a la historieta, sobre todo con unos cuantos años a vuestras espaldas, estaréis completamente de acuerdo conmigo en que “Mort Cinder” un antes y un después en la obra gráfica procedente de Argentina.

La edición que tengo de “Mort Cinder” la editó cuidadosamente Lumen en 1980. En la presentación hay una fotografía en la que aparecen los máximos representantes de los dibujantes de historietas de allende los mares, a saber: Vasco Granja, Oski, Quino, Mordillo, Alberto Breccia, Sanmpayo, Sergi Aragonés, Altan, Skiaffino, Paiva, Enrique Breccia y José Muñoz. Todos ellos eran grandes conocidos de los que leíamos revistas como “Tótem”, “Mad”, “1984”, “Rambla”, “Blue Jeans”, “Vertigo”, “Metal Hurlant” o incluso “El víbora”, por citar unas cuantas. Los nombrados más arriba capitaneaban las filas del cono sur. Como compañeros suyos estaban los franceses, encabezados por Moebius, Druillet, Bilal, Tardi, Lauzier (del que sin duda hablaré en una próxima entrada), Dionnet y Gal y otros muchos. Entre los españoles, destacar a Luis García, Carlos Jiménez, Josep María Beá, Fernando Fernández, Esteban Maroto y el siempre críptico, pero sensacional Enric Sió. Sirva esta rememoración a modo de situación temporal de la época en la que adquirí mi flamante libro.

No me puedo resistir a copiaros un fragmento, escrito por Oesterheld en 1972, en el que se resume de forma magistral la esencia, la filosofía que inunda cada una de las páginas de la obra que comento hoy:

“Las cosas viejas quedan impregnadas de la vida que las envolvió. Pero pocos pueden captar las angustias, las emociones que quedaron atrapadas, fósiles invisibles, dentro de las cosas viejas. Soy de esos pocos, por eso mi vocación de anticuario. Y mi fascinación por los templos, del credo que sean. Tanto ruego, tanta esperanza, tanto dolor duermen en los muros de un templo. También mi fascinación por las armas, cargadas para siempre de la muerte que alguna vez dieron. Muerte quizá criminal, quizá liberadora.

Mort Cinder capta más, mucho más que yo o cualquier otro, toda esa vida cristalizada para siempre. Mort Zinder es quizás esa vida que se quedó incrustada en la materia inerte (nunca diré muerta) de las cosas. Y digo quizá porque ni yo, que viví tanto tiempo con el, sabría decir quien es Mort Cinder”.

El libro está dividido en diez historias. La primera, bastante corta, se titula “Ezra Winston, el anticuario”, y nos presenta a Ezra, un venerable anciano al que le sucede un acontecimiento sobrenatural de difícil explicación, y por lo que se deduce de la lectura y de su sorpresa, por primera vez en su vida. En esta ocasión no aparece todavía el personaje principal de la saga, el mismo Mort Cinder.

Es en la segunda, “Los ojos de plomo”, de gran duración, en donde se establece la estrecha relación entre Ezra y Mort Cinder, un enigmático personaje, al parecer asesino, al que se había ahorcado un par de semanas antes. Los inquietantes personajes cuyos ojos parecen de plomo que dan título a la historia, una enigmática araña que aparece grabada en ciertos personajes que poco o nada parecen tener que ver, al menos al principio, con la historia que se está contando, el extraño doctor Angus, cuyo cerebro es tan potente que la cavidad craneal se le ha quedado pequeña y ha decidido expandirse invadiendo el cerebro de los personajes de ojos de plomo, y la presencia del resucitado Mort Zinder, que surge del ataud en el que le habían confinado, conforman una historia delirante, llena de acción y sumamente sugerente, en la que el pobre Ezra se ve envuelto sin apenas quererlo. La historia, que es la de más larga duración de todo el volumen, finaliza con un acuerdo entre el anticuario y el inquietante Mort, por el que el primero contrata al segundo para que le ayude a clasificar las innumerables antigüedades guardadas en su tienda.

En “La madre de Charlie” asistimos por primera vez a una demostración de los sorprendentes poderes de Mort. El y Ezra contemplan a una anciana en el andén de una estación de ferrocarril. Mort la conoce, y cuando Ezra quiere darse cuenta, Mort se ha levantado para internarse entre la niebla que abraza los olmos del luger. Cuando le sigue, ambos aparecen en 1917, en plena batalla de la Primera guerra mundial. Lo que ocurre entre Mort, el soldado Charlie y la anciana, es algo que no quiero desvelaros, por si alguna vez tenéis la gran suerte de poder leer esta joya. Comentaros solamente que el episodio tiene una gran carga de emotividad y comportamiento humano ante circunstancias tan terribles como las que se pueden presentar en una gran batalla.

Sigue el recorrido con “La torre de Babel”, en la que Mort nos cuenta la historia de cuando era un pobre esclavo que participó en la construcción que da nombre a la historia. Una torre en la que, según se recoge en el génesis, “por esto fue llamado el nombre de ella Babel, porque allí confundió Jehová el lenguaje de toda la tierra y desde allí los esparció sobre la faz de toda la tierra. Os sorprendería descubrir el motivo por el cual, según la historia que nos cuenta Mort, se decidió acometer tan magnífica obra. Os invito a descubrirlo leyéndola.

“En la penitenciaría. Marlin” y “En la penitenciaría. El frate”, nos cuentan dos aventuras relacionadas, de los tiempos carcelarios de Mort, y en la que aparecen diferentes personajes, a cual más interesante y embaucador. Son posiblemente las narraciones más anodinas del libro, aunque mantienen siempre la capacidad de sorpresa y de final sorprendente a los que acostumbra el magnífico guionista Oesterheld, como ya demostrara en la universalmente famosa saga de “El eternauta”, merecedora por sí sola de otra entrada similar a esta.

En “La tumba de Isis”, Ezra y Mort viajan a Egipto, y gracias a los conocimientos de Mort, que participó como esclavo en la construcción de la tumba de Isis, consiguen ayudar a Stellus, un extraño individuo que pretende reunirse para siempre con el gran amor de su vida, que no es otra que la misma Isis. Fascinante aventura, con sorprendente final, en la línea de todas las demás.

Ya podéis imaginar, a tenor de lo que os he contado hasta ahora, la trama de una aventura que se llama “La nave negrera, la siguiente en nuestro fascinante viaje a través de la personalidad de ese viajero en el tiempo. Mort, enrolado como marinero en un buque que transporta esclavos, ayuda a uno de ellos a escapar a través de un agujero en el casco, y a regresar a su casa. Este relato es corto, y no tiene otro sentido que el poner de manifiesto la brutalidad de los que se dedicaban a tan macabro negocio.

“El vitral” es probablemente la historia más inquietante de todo el libro. Un individuo le vence a Ezra un extraño vitral de procedencia desconocida, que al parecer ha mantenido en su casa durante varios siglos. Al parecer, la pieza ha estado presente en los arcaicos tiempos de los sacrificios humanos que practicaban los incas invocando la frialdad de la Luna. Bajo la influencia del vitral, el anticuario sufre un ataque y trata de matar a Mort, que se libra de casualidad del sacrificio al que quería someterle Ezra, que se ha transmutado en improvisado sacerdote.

Y finalizamos el recorrido con “La batalla de las Termópilas”, en la que no se nos cuenta ni más ni menos que eso, la épica batalla en la que el rey espartano Leonidas resistió con apenas trescientos hombres durante varios días al ejército de Jerjes, el persa, formado por más de veinte mil soldados. En esta ocasión, Mort es Dieneces, un espartano que participó en la batalla hasta el final, tan hasta el final, que se convirtió en el único superviviente. No defrauda el relato de tan magno acontecimiento histórico. Fiel a la realidad, Oesterheld nos trae todo lo que ya sabemos, las frases históricas que pronunció Leónidas, la incomparable superioridad en el combate de los espartanos frente a los persas, La desesperación de jerjes, los inmortales, el paso en las montañas...Nada falta en el relato, perfectamente ambientado gráficamente por la calidad artística de Breccia. Me atrevería a decir que mi fascinación por el episodio espartano se produjo precisamente después de la lectura de esta narración, muy anterior en el tiempo a la que realizó Miller, que sirvió a su vez como punto de partida de la magnífica película “300”. La narración finaliza, junto con el libro comentado, con Mort Cinder de espaldas, en una gran viñeta, caminando hacia un desconocido destino en cualquier otro lugar, y seguramente en cualquier otro tiempo.

Existe una edición más moderna de la historia, que data más o menos del año 2004 y que lanzó Planeta de Agostini. Os recomiendo encarecidamente que os hagáis con ella, tanto los aficionados a la historieta con mayúsculas como los que no lo sois todavía. Os aseguro que no os defraudará.

domingo, 16 de marzo de 2008

Los santos inocentes. Miguel Delibes


No voy a entrar en polémica sobre si Camilo José Cela o Miguel Delibes, porque para mi no existe ninguna polémica: Miguel Delibes es infinitamente mejor escritor que el otro.


Curiosamente, y posiblemente debido a una especie de masoquismo literario para el que no soy capaz de encontrar explicación, he leído bastante más del gallego que del vallisoletano. Supongo que las trazas de afición marcadas en el colegio, a través de las dos series del libro “Senda”, ese gran ladrillo de color marrón publicado por Santillana para séptimo y octavo de EGB, le hacían los honores al autor de “La colmena” por alguna especie de compromiso que se me escapa.


Salvando esta especie de torcedura en mi camino literario, tengo que reconocer que, en las pocas ocasiones en las que me he acercado a Miguel Delibes, todo lo que he leído me ha entusiasmado, cosa que no puedo decir del otro, pues únicamente considero “La familia de Pascual Duarte” y la mencionada “La colmena” como muy interesantes. El resto de lo que escribió, incluyendo “Viaje a la Alcarria”, me parece impregnado de la pretenciosidad que proporciona la gloria, muy marcada en el caso de Camilo José Cela, una personalidad ligeramente soberbia para mi gusto, sin que esto le reste méritos, que los tiene, a su forma de escribir.


A Miguel Delibes siempre le he visto más sencillo, más humilde, más tímido, si queréis, pero infinitamente más cautivador y demoledor cuando coge la pluma. Si bien no comparto su afición a la caza, respeto profundamente su planteamiento vital, sin grandes fuegos de artificio, retirado en el campo al que tanto ama, y haciendo lo que le gusta sin grandes alardes de exhibición. Es posible que nunca se plantee construir una fundación, pero es que tampoco le hace falta. A Camilo José Cela te lo imponen, tanto en la educación (al menos en mi época, cuando la educación era interesante) como a través de los medios de comunicación. Todavía recuerdo la encuesta que se hizo en España, en la que se le preguntaba a la gente quien era más merecedor del nobel, si Camilo José Cela o Aleixandre. En una patética muestra de opinión fallera, todo el mundo elegía a Cela, porque le sonaba de los pedos, los eructos y cosas así. A Miguel Delibes, en cambio, se le busca, y la única forma de encontrarle es a través de la literatura.


Delibes escribió “Los santos inocentes" en 1981. La edición que tengo, de cubierta de color marfil y el nombre y la firma del autor en líneas doradas, es de 1984, y pertenece a una colección que sacó Seix Barral con el nombre de “Literatura contemporánea”, en la que se publicaron también, por ejemplo, “Bearn o la sala de las muñecas”, “Rayuela”, “Abbadon el exterminador” y “Confesiones de una máscara”, por citar algunos de los títulos que me vienen ahora a la memoria. “Los santos inocentes” es una novela muy cómoda, muy corta, de gran poder descriptivo, escrita en un tono que recuerda la forma de hablar de las gentes del campo que la protagonizan. Se divide en seis libros, de título sencillo, para poder recordarlo. “Azarías”, “Paco el bajo”, “La milana”, “El secretario”, “El accidente” y “El crimen”. El título del último libro, cuidadosamente elegido, nos informa ya desde el principio que la acción desembocará indefectiblmente en tragedia.


La historia que nos narra Delibes en “Los santos inocentes” habla de la desigualdad, del servilismo, de la dominación del rico sobre el pobre que se abatió como una sombra negra sobre gran parte del territorio español, fragmentado en enormes latifundios en los que el señorito tenía poder de vida y muerte sobre su inmenso ejército de esclavos, aparceros, cuidadores, mamporreros, criados y agricultores. El máximo honor para una familia de campesinos que tuviera su infrahumana vivienda en la finca del señorito, consistía en que alguno de sus hijos llegara a despertar la atención del señor o de la señora y le permitieran entrar a servir o a cocinar en la casa.


Parece que nos estamos refiriendo a una época lejana en el tiempo, coincidente con los señores feudales que mandaban en Europa antes de la llegada de los estados. Nada más lejos de la realidad. La novela se desarrolla en una época muy cercana, demasiado cercana, diría yo, en un tiempo situado entre la guerra civil y la década de los sesenta o setenta. Basándose en conceptos tan anacrónicos como la religión y el fomento de la ignorancia más absoluta, los señores vivían a cuerpo de rey a costa de sus esclavos. Porque Azarías, Paco el Bajo, la Régula, el Críspulo, la Pepa, el Facundo y el Crespo no eran más que eso, esclavos, en el sentido más puro y duro de la palabra.


Delibes deja una puerta abierta a la esperanza con el Quirce, el hijo de Paco el Bajo, y su hermana, que parecen ser los primeros en darse cuenta de que aquello no tiene sentido. A pesar de los esfuerzos de su padre por hacerle entrar en vereda, Quirce se muestra rebelde, reacio a hacerle la rosca a los amos. Lo define muy bien el señorito cuando le pide a Paco que le acompañe a cazar, a pesar de tener la pierna escayolada. “No me gusta ir con Quirce, Paco. Parece que me está haciendo un favor”. En eso consistía el dominio, la maestría sobre la plebe. El esclavo tenía que ser plenamente consciente de que su puesto era ese, el de servir, sin concesiones, con la alegría de estar recogido bajo el ala protectora de los amos. La limosna que reparte entre los campesinos la madre del señorito con motivo de la comunión de su nieto (la religión, siempre la religión omnipresente) es un regalo del cielo, y así tienen que recibirla las tristes sombras humanas a las que se les permite, en un alarde de generosidad cristiana, recoger las migajas que los amos se dignan tirar.


Todo este tinglado puede mantenerse, entre otras razones, por el fomento de la ignorancia. El mismo Azarías, al comienzo del libro, desprecia los esfuerzos de su hermana, la Régula, por ilustrar a sus hijos.


“A su hermana, la Régula, le contrariaba la actitud del Azarías porque ella aspiraba a que los muchachos se ilustrasen, cosa que a su hermano se le entojaba un error, que “luego no te sirven ni para finos ni para bastos”, pontificaba con su tono de voz brumoso, levemente nasal”

Delibes no admite concesiones en este sentido. A sus ojos, tan culpables son los esclavos por ese desprecio secular a la cultura o al simple saber escribir, como los amos que fomentan esa ignorancia, a pesar de sus esfuerzos, en una magistral escena en la que el señorito llama a la Régula para que le demuestre a un dipolomático extranjero que sabe garabatear su nombre en un papel, para demostrar lo contrario. Es inútil. La única forma de tener a los criados contentos es evitar que piensen, y eso es sencillo si al pensamiento se anteponen conceptos tan claros como el temor a Dios o el deber hacia el poderoso.


Creo que no desvelo nada importante si expongo que toda la novela se precipita, por circunstancias a veces provocadas y a veces fortuitas, a la tragedia final, que no es otra que el asesinato del señorito por parte de Azarías, después de que este, en un alarde de soberbia, y sin poder controlar sus ansias de matar algo, dispara contra la milana del pobre Azarías. En este sentido, creo que no he escuchado otro alarido de satisfacción más importante en un cine, que cuando al pobre Juan Diego se le descompone el rostro al ser ahorcado por Azarías, un personaje de fuerza sobrehumana magistralmente interpretado por un Paco Rabal, que creo que demostró a partir de esta película que podía desempeñas perfectamente otros papeles que no fueran los de galán, e incluso mucho mejor.
Ya que estamos, decir que la adaptación cinematográfica de “Los santos inocentes” es una de las más conseguidas del cine español. Resuenan todavía en los tímpanos los desgarradores gritos de la niña chica, las pobres excusas de Paco el Bajo para no acompañar a cazar al señorito (Alfredo Landa abandonó en esta película sus papeles casposillos) y los silbidos y gritos de Azarías llamando a su milana. A pesar de la crudeza y tristeza de la trama, que preside tanto la novela como la película, existen algunos momentos poéticos, protagonizados sobre todo por Quirce y su hermana, que encarnan esa especie de luz al final de las tinieblas, dejando ver que esa situación tiene ya los días contados para las generaciones futuras. Sin embargo, la máxima poesía, el memorable hallazgo de Delibes para la literatura universal de todos los tiempos, es la extraña relación que se establece entre Azarías y esa milana, que representa la libertad, el libre albedrío de un ser que vuela porque está hecho para volar. Me resulta imposible leer uno de los párrafos más emotivos que haya leído jamás sin emocionarme. Es un honor compartirlo con todos vosotros:


“ En estas se presentó el Críspulo, y luego el Rogelio, y la Pepa, y el Facundo, y el Crespo, y toda la tropa, los ojos en alto, en la veleta de la torre y la grajilla, indecisa, se balanceaba, y el Rogelio reía.
cría cuervos, tío
Y el Facundo,
A ver, de que cogen gusto a la libertad,
Y porfiaba la Régula
ae, Dios dio alas a los pájaros para volar,
Y al Azarías le resbalaban los lagrimones por las mejillas y el trataba de espantarlas a manotazos y tornaba a su cantinela,
milana bonita, milana bonita
Y, según hablaba, se iba apartando del grupo, apretujado a la sombra caliente del sauce, los ojos en la veleta, hasta que quedó, mínimo y solo, en el centro de la amplia corralada, bajo el sol despiadado de julio, su propia sombra como una pelota negra, a los pies, haciendo muecas y aspavientos, hasta que, de pronto, alzó la cabeza, afelpó la voz y voceó,
¡quiá!
Y, arriba, en la veleta, la grajilla acentuó sus balanceos, oteó la corralada, se rebulló inquieta, y volvió a quedar inmóvil y el Azarías, que la observaba, repitió entonces
¡quiá!
Y la grajilla estiró el cuello, mirándole, volvió a recogerlo, tornó a estirarlo y, en ese momento, el Azarías, repitió fervorosamente,
¡quiá!
Y, de pronto, sucedió lo imprevisto, y como, si entre el Azarías y la grajilla se hubiera establecido un fluido, el pájaro se encaramó en la flecha de la veleta y comenzó a graznar alborozadamente,
¡quiá, quiá, quiá!
Y en la sombra del sauce se hizo un sielncio expectante y, de improviso, el pájaro se lanzó hacia delante, picó, y ante la mirada atónita del grupo, describió tres amplios círculos sobre la corralada, ciñéndose a las tapias y, finalmente, se posó sobre el hombro derecho del Azarías y comenzó a picotearle insistentemente el cogote blanco como si le despiojara y Azarías sonreía, sin moverse, volviendo ligeramente la cabeza hacia ella y musitando como una plegaria,
Milana bonita, milana bonita.”

sábado, 8 de marzo de 2008

Cuentos de la taberna del ciervo blanco. Arthur C. Clarke

Uno de los saludables beneficios que me está reportando la redacción de este blog sobre libros, entre otros muchos, es que estoy releyendo, antes de escribir cada entrada, verdaderas joyas de la literatura que en su momento me entusiasmaron con la misma firmeza que hoy en día. Después de haber leído durante todos estos años libros de todo tipo, resulta muy grato reencontrarse con estos amigos, fieles acompañantes de mi adolescencia y juventud. A lo único que me ha ayudado la experiencia lectora es a poder separar el grano de la paja en muchas ocasiones, y os puedo asegurar que los libros comentados son los mejores que he leído nunca.

Este es el caso de “Cuentos de la taberna del ciervo blanco”, de Arthur C. Clarke. Al rebuscar en las profundidades de mi biblioteca he conseguido por fin encontrarlo en una zona que podría denominarse como “Raíces”, por estar compuesta de los libros más antiguos, los primeros que despertaron mi afición a la lectura. Allí estaba, amarillenta y desencuadernada por el tiempo, la edición de bolsillo de Alianza editorial, la segunda, de 1979. Es un librito delgado, de 177 páginas, con una portada muy original, en la que se ve media cabeza humana en blanco y negro, calva, de la que salen hacia arriba varios cables de colores.

Ante la modestia del libro, tanto en lo que se refiere a su tamaño como a su presentación, nadie podría sospechar lo que representó su lectura para un chaval de unos dieciocho años, que empezaba por aquel entonces una incierta peripecia universitaria y que devoraba, literalmente, todo lo que cayera en sus manos. Porque fueron los “Cuentos de la taberna del ciervo blanco”, amigos, los que impulsaron en mi unas ganas irrefrenables de ponerme a escribir como un loco. Así de sencillo.

El volumen recoge quince cuentos escritos por Arthur C. Clarke entre 1953 y 1956, en localizaciones tan dispares como Nueva York, Miami, Colombo, Londres y Sydney. Todas las historias se desarrollan en un pub londinense, “El ciervo blanco”, y son narradas por Harry Purvis, uno de los parroquianos. A pesar de la fama del autor como escritor de ciencia ficción, en esta ocasión dicho estilo brilla por su ausencia. No se desarrolla la trama en un futuro más o menos lejano, sino en el presente, y las historias narran con gran amenidad y podría decirse que hasta simplicidad, los absurdos a los que se podrían llegar si se aplicaran a ultranza los conocimientos científicos, unos reales y otros inventados, que conformaban la comunidad tecnológica en la época en la que se escribió el libro.

Se nos cuenta así, por ejemplo, “Silencio por favor”, un relato en el que se crea una máquina para producir silencio, “La melodía ideal”, que recrea una máquina para fabricar melodías perfectas, otro relato en el que otra máquina reproduce el placer sexual, otro en el que las computadoras de un centro militar se vuelven pacifistas de repente y empiezan a boicotear su trabajo, otro en el que un hombre pretende arar el mar, otro en el que unas colonias de termitas son capaces de adquirir conocimientos humanos... Sorprendentes historias, que nadie de los que escucha a Purvis, un público cada vez mayor, es capaz de dilucidar si son reales o se deben únicamente a la desatada imaginación del narrador. Los finales, siempre inesperados y muy imaginativos, provocan en el lector y en los bebedores del “Ciervo Blanco” la necesidad de escuchar o de leer el próximo relato. Resulta imposible sustraerse a la descarada magia de Purvis, a su ilimitada capacidad narrativa y a su desparpajo a la hora de describir una máquina irreal como si se tratara de un elemento de andar por casa.

El escritor, en el prólogo a su libro de relatos, nos dice que en más de una ocasión, la ciencia ha terminado por darle la razón en lo que se refiere a algún experimento o maquinaria de las que describe en sus relatos. Los efectos, la mayoría de las veces no del todo los esperados, han terminado por comprobarse en algunos experimentos científicos de última generación (por aquellos tiempos, se entiende)

Clarke nos aclara en el prólogo de su obra que “El ciervo blanco” existió en realidad. Se trataba de la taberna “El caballo blanco”, en Fletter Lane, al norte de la calle Fleet de Londres. Al parecer, después de la Segunda Guerra Mundial, se reunía en ese lugar una parte importante de los aficionados a la ciencia ficción de Londres. Cuando el dueño del bar, Lew Mordecai, se trasladó a otro local al que llamó “El Globo”, en Hatton Garden, en pleno barrio de los diamantes, toda la parroquia se trasladó con el. Cuando escribe el prólogo, Clarke dice que muchos escritores y editores jóvenes, así como visitante del mundo entero, siguen reuniéndose en ese local todos los martes de cada mes, a pesar de que el propio Clarke reconoce que no entiende nada de lo que se habla ahí.
“A veces tengo que recordarles que no conocí a Jules Verne, y ni tan siquiera, desgraciadamente, a H.G Wells”.

sábado, 1 de marzo de 2008

El gatopardo. Giuseppe Tomasi di Lampedusa


“El gatopardo” es algo más que la famosa frase “si queremos que todo siga como está, es preciso que todo cambie”. Es mucho más, diría yo. Se trata de una profunda reflexión ante el cambio de los tiempos, ante la actitud que se adopta cuando los acontecimientos nos desbordan, ante la dignidad, que hay que mantener a toda costa frente al pueblo, frente a la autoridad, frente a los rebeldes, pero sobre todo, y por encima de todo, ante la familia. En este sentido, el príncipe Salina sobrevive como un gigante a la inevitable decadencia de la rancia aristocracia siciliana, eclipsada de un plumazo por los acontecimientos políticos que desembocaron finalmente en la unificación de Italia.

Curiosamente, y es una de las características con las que se encuentra el lector ante tan magnífica obra, es que precisamente no es nada magnífica en lo que a número de páginas se refiere. Lampedusa consigue reflejar toda una época de cambios, toda una epopeya familiar y social, en una novela que no llega a las trescientas páginas. Un poder de síntesis que, al ser llevado al cine por el genial Visconti, necesitó un metraje cercano a las tres horas, y aún así se quedaron muchos matices del libro en el tintero.

La obra empieza con el rezo del rosario, antes de la cena, en la casa familiar de los Salina. Un suceso ha conmocionado la tranquilidad de todos: la aparición del cadáver de un soldado en el huerto familiar. Un joven anónimo, que consiguió llegar hasta el pie de un limonero para dejar la vida en el. Salina trata de encontrar algún sentido en aquella muerte.

“Efectivamente, no se había hablado más del muerto y a fin de cuentas, los soldados son soldados precisamente para morir en defensa del rey. La imagen de aquel cuerpo destripado surgía, sin embargo, con frecuencia en sus recuerdos, como para pedir que se le diera paz de la única manera posible para el príncipe: superando y justificando su extremo sufrimiento en una necesidad general. Y había en torno a el otros espectros todavía menos atractivos que esto. Porque morir por alguien o por algo, está bien, entra en el orden de las cosas, pero conviene saber, o por lo menos estar seguros de que alguien sabe por quién o porqué se muere. Esto era lo que pedía aquella cara desfigurada. Y precisamente aquí comenzaba la niebla”.

Salina se llega a plantear si el rey por el que al parecer ha muerto el joven es digno de que alguien muera por el. Hablando con Malvica, su cuñado, plantea que hay reyes que no son dignos de ostentar el cargo que ostentan.

“-Pero esto no es razonar, Fabricio –replicaba Malvica-, no todos los soberanos pueden estar a la altura, pero la idea monárquica continúa siendo la misma.
También esto era verdad.
-Pero los reyes que encarnan una idea no deben, no pueden descender, por generaciones, por debajo de cierto nivel; si no, mi querido cuñado, también la idea se menoscaba”.

La novela está llena de conversaciones tan sugerentes como la anterior. Fabricio Salina muestra en cada uno de sus movimientos, el respeto por la posición social a la que representa, y el respeto a todas las demás. Exige que cada uno se mantenga en su lugar, asumiendo el papel que le corresponde, y no soporta ningún tipo de arribismo o abuso de poder, venga de quien venga. Aunque parezca mentira, resulta fácil identificarse con un personaje que antepone su integridad por encima de cualquier otra consideración. Ante la debilidad y el miedo que muestra la familia, y sobre todo Stella, su mujer, frente los acontecimientos, Salina muestra una entereza de espíritu y una tranquilidad ciertamente envidiables. Precisamente, uno de los pasajes más jugosos transcurre cuando el príncipe acude a los servicios de una prostituta para sofocar su ardor sexual. La reflexión que hace sobre su actitud es digna de figurar en una enciclopedia sobre el género humano.

“Soy un pobre débil –pensaba mientras su poderoso paso resonaba sobre el sucio empedrado-, soy débil y nadie me sostiene. ¡Stella!. ¡Se dice pronto!. El señor sabe si la he querido. Nos casamos hace veinte años. Pero ella es ahora demasiado despótica y demasiado vieja también.
Le había desaparecido el sentido de la debilidad.
“Todavía soy un hombre vigoroso y ¿cómo puedo contentarme con una mujer que, en el lecho, se santigua antes de cada abrazo y luego, en los momentos de mayor emoción, no sabe decir otra cosa que ¡Jesús, María!?. Cuando nos casamos, cuando ella tenía dieciséis años, todo esto me exaltaba, pero ahora...He tenido con ella siete hijos y jamás le he visto el ombligo. ¿Esto es justo? –gritaba casi, excitado por su excéntrica angustia-. ¿Es justo?. ¡Os lo pregunto a todos vosotros! –y se dirigía al portal de la Catena-. ¡La pecadora es ella!”.

A pesar de su profunda religiosidad, Salina necesita echar de vez en cuando una canita al aire, y justifica su actitud con este soberbio párrafo. Mantiene también una curiosa actitud ante la Iglesia, a la que exige también que ocupe su lugar, como a todas las demás instituciones que le rodean. En este sentido, son memorables también las conversaciones que mantiene de vez en cuando con el padre Pirrone, testigo involuntario de algunas de sus andanzas nocturnas.

“No somos ciegos, querido padre. Solo somos hombres. Vivimos en una realidad móvil a la que tratamos de adaptarnos como las algas se doblegan bajo el impulso del mar. A la santa Iglesia le ha sido explícitamente prometida la inmortalidad; a nosotros, como clase social, no. Para nosotros un paliativo que promete durar cien años equivale a la eternidad. Podremos acaso ocuparnos por nuestros hijos, tal vez por los nietos, pero no tenemos obligaciones más allá de lo que podamos esperar acariciar con estas manos. Y yo no puedo preocuparme de lo que serán mis eventuales descendientes en el año 1960. La Iglesia sí debe preocuparse, porque está destinada a no morir. En su desesperación se halla implícito el consuelo. ¿Y cree usted que si pudiese salvarse a sí misma, ahora o en el futuro, sacrificándonos a nosotros, no lo haría?. Cierto que lo haría, y haría bien”.

La familia emprende un penoso viaje a la residencia de verano de Donnafugata. Cuando por fin llegan, cansados y embadurnados de polvo, reciben el caluroso recibimiento de las autoridades, que no saben muy bien como reaccionar ante el aristócrata. Los recientes acontecimientos políticos les han dejado ligeramente descolocados, pero se impone una vez la tranquila personalidad de Salina, y las cosas se desarrollan conforme a lo previsto y a la tradición mantenida durante años.

A la cena de bienvenida ofrecida por el aristócrata, acuden las fuerzas vivas del pueblo. La belleza de Concietta, la hija del alcalde, despierta de inmediato el interés de Tancredi, el sobrino de Salina. Hago un inciso para comentar aquí que, en la película de Visconti, Tancredi era interpretado por Alain Delon, y Concietta por Claudia Cardinale. Se habló en su momento, en clave de tontería, de que estos dos papeles eclipsaban al encarnado por Burt Lancaster, que encarnaba al mismo Salina. Nada más lejos de la verdad. Sucedía más bien al contrario. La fortísima personalidad del aristócrata sobrevolaba muy por encima de los escarceos por las habitaciones del palacio de la joven pareja, por muy guapos y muy de moda que estuvieran en la época en la que se estrenó la película.

Las reflexiones de Salina son innumerables y muy profundas. Durante un paseo con su sobrino por un jardín plantado de melocotones, el anciano sospecha que su acompañante le va a hablar de Concietta.

“Pero la forma en que le había abordado, el tono del sobrino, no era el de quien se prepara a hacer confidencias amorosas a un hombre como el. Se tranquilizó; los ojos del sobrino le miraban con ese afecto irónico que la juventud concede a las personas mayores.
“Pueden permitirse el lujo de ser un poco amables con nosotros, tan seguros están de que el día de nuestros funerales serán libres”.

A Salina le ofrecen formar parte del Senado italiano. Declina la invitación, a pesar de considerar un honor que le hayan propuesto un nombramiento tan importante. Para justificar su decisión, argumenta una interesantísima disección de la naturaleza de los sicilianos.

“En Sicilia no importa hacer mal o bien. El pecado que nosotros los sicilianos no perdonamos nunca es simplemente le de hacer. Somos viejos, Chevaley, muy viejos. Hace por lo menos veinticinco siglos que llevamos sobre los hombros el peso de magníficas civilizaciones heterogéneas, todas venidas de fuera, ninguna germinada entre nosotros, ninguna con la que nosotros hayamos entonado. Somos blancos como lo es usted, Chevalley, y como la reina de Inglaterra; sin embargo, desde hace dos mil quinientos años somos colonia. No lo digo lamentándome, la culpa es nuestra. Pero estamos cansados y también vacíos”.

“El sueño, querido Chevalley, el sueño es lo que los sicilianos quieren, ellos odiarán siempre a quien los quiera despertar, aunque sea para ofrecerles los más hermosos regalos...Todas las manifestaciones sicilianas son manifestaciones oníricas, hasta las más violentas; nuestra sensualidad es deseo de olvido, los tiros y las cuchilladas, deseo de muerte, deseo de inmovilidad voluptuosa, es decir, también la muerte, nuestra pereza, nuestros sorbetes de escorzonera y de canela. Nuestro aspecto pensativo es el de la nada que quiere escrutar los enigmas del nirvana. De esto proviene el poder que tienen entre nosotros ciertas personas, los que están semidespiertos; de ahí el famoso retraso de un siglo de las manifestaciones artísticas e intelectuales sicilianas; las novedades nos atraen solo cuando están muertas, incapaces de dar lugar a corrientes vitales; de ello el increíble fenómeno de la formación actual de mitos que serían venerables si fueran antiguos de verdad, pero que no son otra cosa que siniestras tentativas de encerrarse en un pasado que nos atrae solamente porque está muerto”.

“Los sicilianos no querrán nunca mejorar por la sencilla razón de que creen que son perfectos. Su vanidad es más fuerte que su miseria. Cada intromisión, si es de extranjeros por su origen, si es de sicilianos por independencia de espíritu, trastorna su delirio de perfección lograda, corre el peligro de turbar su complacida espera de la nada. Atropellados por una docena de pueblos diferentes, creen tener un pasado imperial que les da derecho a suntuosos funerales”.

“El gatopardo” finaliza con la muerte de Salina, metáfora directa del fin de toda una época. Sin aspavientos, con una tranquilidad absoluta, el gigante aristócrata abandona la vida. Allá quedan su mujer, sus hijas, su sobrino Tancredi, Concietta, el servicio y todos los demás. Lampedusa había trazado, desde la soledad y la decadencia de los palacios paternos en los que habitó en compañía de sus libros y su lectura, un certero retrato de su bisabuelo siciliano.