sábado, 16 de febrero de 2008

Memorias de ultratumba. Chateaubriand


Es difícil transmitir con palabras la sensación que se tiene ante la lectura de una joya de la literatura como son las “Memorias de ultratumba”, escritas por Chateaubriand casi al final de su vida, y en las que se refleja un periodo de la historia de Francia que abarca desde los preliminares a la Revolución francesa hasta la llegada de nuevo al trono, pasando por la etapa napoleónica, de Luis XVIII y su sucesor, Carlos X, momento en el que Chateaubriand abandona su carrera política. Es difícil transmitir el placer que me embargaba durante casi un mes, en el verano de 2006, cuando me sumergía cada tarde, hasta que se hacía de noche y algo más, en la lectura de esta magna obra de más de 2700 páginas, en la edición publicada por Acantilado a principios de ese mismo año.

Chateaubriand, haciendo gala de una memoria fuera de lo común, nos narra toda su vida en treinta y tres libros y varios apéndices, desde su misma venida al mundo hasta su infancia en Dieppe, en Bretaña y en el castillo de Combourg hasta su retirada de la política. Chateaubriand define su obra como “un templo de la muerte erigido a la luz de mis recuerdos. Grave, melancólico, hábil, de una prosa ligera y sencilla de leer, el aristócrata analiza con reflexión y profundidad los acontecimientos que probablemente hayan marcado, en mayor medida que ningún otro, el destino de la humanidad moderna.

Comienza Chateaubriand casi pidiéndonos perdón por su osadía al contarnos sus peripecias vitales. Citando a Montaigne, proclama lo siguiente:

“Yo lo veo por algunos de mis amigos personales –dice Montaigne-, quienes a medida que la memoria les permite recordar algo en todos sus detalles, se remontan tan atrás en su relato que, si es una buena historia, le quitan todo interés; si no lo es, motivos no faltan para maldecir su buena memoria o su desafortunado juicio. He visto relatos agradabilísimos volverse insoportables en boca de un anciano. Yo –dice Chateaubriand- temo ser ese anciano”.

Nada más lejos de la realidad. Su relato atrae la atención de una manera casi magnética. Resulta casi imposible dejar la lectura una vez comenzada. Hablando de una enfermedad de su infancia que a punto estuvo de hacerle morir, nos regala el siguiente párrafo:

“Nuestra vida entera transcurre dando vueltas a nuestra tumba; nuestras distintas enfermedades son soplos de viento que nos acercan más o menos a puerto. El primer difunto que vi, era un canónigo de Saint Malo; yacía muerto sobre su cama, con el rostro descompuesto por las últimas convulsiones. La muerte es hermosa, es nuestra amiga. No obstante, no la reconocemos, porque se nos presenta enmascarada, y su máscara nos espanta”.

Estas son impresiones ante la Revolución francesa, de la que habla desde un punto de vista emotivo y vitalista. Si bien está de acuerdo plenamente con las ideas de la Revolución, le repugna la forma de intentar llevarlas a cabo.

“La Revolución me habría arrastrado de no haberse comenzado con crímenes. Vi la primera cabeza clavada en la punta de una pica, y me eché para atrás. Nunca el homicidio será a mis ojos objeto de admiración y un argumento de libertad; no conozco nada más servil, más despreciable, más cobarde, más limitado que un terrorista. ¿Acaso no me he encontrado en Francia a toda esa caterva de Brutos al servicio de César y de su policía?. Los niveladores, los regeneradores, los degolladores pasaban a ser lacayos, espías y sicofantes, y lo que resulta menos natural aún, duques, condes y barones. ¡Que edad media!”.

Hablando de la asamblea, como responsable de la continuidad del terror, analiza Chateaubriand del siguiente modo:

“Toda opinión muere impotente o frenética si no es acogida en una asamblea que la convierta en poder, la dote de una voluntad, le pegue una lengua y unos brazos. Siempre ha sido por medio de cuerpos legales o ilegales como llegan y llegarán las revoluciones”.

Como preámbulo a su llegada a París y su encuentro con la Revolución, Chateaubriand finaliza así el capítulo ocho del libro quinto:

“Ahora sigue adelante, lector: cruza el río de sangre que separa para siempre el viejo mundo del que sales, del mundo nuevo en cuya entrada morirás”.

Impresionante, ¿no os parece?. En medio del horror, de las revueltas en las calles, de los rumores, de la actitud terca y débil de la corte, Chateaubriand acompaña a un poeta a Versalles. Describe la historia con su elegancia habitual:

“Un poeta bretón, recién llegado, me rogó que lo llevara a Versalles. Hay gente que se dedica a visitar jardines y surtidores en medio de la caída de los imperios: son sobre todo los emborronadores de papel quienes poseen esta facultad de abstraerse en su propia manía durante los más grandes acontecimientos; su frase o su estrofa lo es todo para ellos”

Paseando con el emborronador de papeles por los pasillos de Versalles, se cruzan con Maria Antonieta. Chateaubriand nos cuenta ese encuentro adornándolo con un halo de truculencia difícil de conseguir:

“Ella, dirigiéndome una mirada sonriente, me hizo ese saludo lleno de gracia que ya me había dispensado el día de mi presentación. Nunca olvidaré aquella mirada que había de apagarse tan pronto. María Antonieta dibujó tan bien, al sonreir, la forma de su boca, que el recuerdo de esta sonrisa (¡cosa espantosa!) me hizo reconocer las mandíbula de la hija de los reyes, al descubrirse la cabeza de la infortunada, en las exhumaciones de 1815”.

No se puede negar que causa bastante desasosiego leer una declaración como esa. Tampoco ahorraba Chateaubriand profundidad de análisis al referirse al ambiente dominante en las calles:

“Los vencedores de la Bastilla, ebrios y pletóricos, eran paseados en simones y declarados conquistadores en las tabernas; les daban escolta prostitutas y sans-culottes, que comenzaban a ser los reyes. Los paseantes se descubrían, con el respeto que infunde el miedo, ante estos héroes, algunos de los cuales se murieron de fatiga en medio de su triunfo. Se admiró lo que había que condenar, lo accidental, y no se tuvo visión de futuro respecto al destino cumplido de un pueblo, al cambio de costumbres, de ideas, del poder político, una renovación de la especie humana, cuya era inauguraba la toma de la Bastilla, como un sangriento jubileo. La cólera brutal producía ruinas, y bajo esta cólera se escondía la inteligencia que ponía entre estas ruinas los fundamentos del nuevo edificio”.

Chateaubriand estaba tan a favor de las ideas que proponía la Revolución, como en contra de la monarquía imperante. Sobre Luis XVI tenía una opinión perfectamente formada:

“Luis XVI no era falso: era débil; la debilidad no es lo mismo que la falsedad, pero hace las veces de ella y tiene los mismos efectos.; el respeto que debe inspirar la virtud y el infortunio del rey santo y mártir vuelve todo juicio humano casi sacrílego”.

Después de la Revolución, Viaja a Estados Unidos, donde se está desarrollando otra revolución comandada por el general Washington. Con certera agudeza, nos describe sus sensaciones ante el encuentro con el general:

“No estaba azorado: la grandeza de alma o la de fortuna no me imponen en absoluto; admiro la primera sin sentirme cohibido por ella; la segunda me inspira más compasión que respeto: ningún rostro humano me turbará jamás”.

Eso es lo que se llama integridad en estado puro. Acaba la Revolución y comienza el periodo napoleónico, con sus conquistas, sus intrigas, el auge de personajes eternamente supervivientes a cualquier régimen político, como Talleyrand, al que Chateaubriand describió como “una mierda encerrada en una media de seda, o Fouché, el sombrío conspirador, jefe de policía y eterno rival de la claridad política. De Fouché, concretamente, escribió Talleyrand lo siguiente:

“Su mejor obra era la muerte de Luis XVI: el regicidio era su patente de inocencia. Charlatán como todos los revolucionarios, al lanzar sus frases vacuas, soltaba un montón de tópicos trufados de palabras como destino, necesidad, los derechos de las cosas, mezclando este sinsentido filosófico con otros absurdos sobre el progreso y la marcha de la sociedad, con impúdicas máximas a favor del fuerte sobre el débil; tampoco faltaban las impúdicas confesiones sobre lo justo de los éxitos, la escasa importancia de ver rodar una cabeza, lo equitativo de todo cuanto prospera, lo inicuo de cuanto sufre, afectando hablar de los más espantosos desastres con ligereza e indiferencia, como un genio que está por encima de estas necedades. No salió de su boca, a propósito de cosa alguna, una sola idea original, una apreciación notable”.

La tentación es la de seguir colocando en esta entrada bastantes más citas, dejar que hable Chateaubriand hasta el infinito, pero no quiero cansaros. Creo que la muestra de sus memorias es más que suficiente para despertar en vosotros el deseo de leerlas. No quisiera terminar, sin embargo, sin colocar lo que pensaba nuestro amigo sobre el insigne Napoleón, al que sirvió, pero sin compartir su sed de sangre, tal y como se desprende del párrafo con el que finalizo esta entrada:

“La tendencia del momento consiste en magnificar las victorias de Bonaparte: quienes las sufrieron han desaparecido; no se oyen ya las imprecaciones, los gritos de dolor y de angustia de las víctimas; no se ve ya la Francia extenuada, trabajando su suelo con mujeres; no se ve ya a los padres saliendo fiadores de sus hijos, a los vecinos de los pueblos cumpliendo solidariamente las penas impuestas a un insumiso; ya no se ven esos carteles de reclutamiento pegados en las esquinas de las calles, a los viandantes aglomerados delante de esas inmensas condenas de muerte, buscando, consternados, los nombres de sus hijos, de sus hermanos, de sus amigos, de sus vecinos. Se olvida que todo el mundo se lamentaba de los triunfos; se olvida que la menor alusión, que había pasado inadvertida a los censores, contra Bonaparte en el teatro era recibida con entusiasmo; se olvida que el pueblo, la corte, los generales, los ministros, los allegados a Napoleón estaban cansados de su opresión y de sus conquistas, cansados de esa partida siempre ganada y siempre reiniciada, de esa existencia que se veía alterada cada mañana por la imposibilidad de descanso”.

“Memorias de ultratumba”. Alimento en estado puro para el espíritu. Me gustaría citar por último lo que dice Fumaroli en el prólogo:
“Una reflexión profunda, de una actualidad sobrecogedora y de un alcance universal, sobre la era democrática inaugurada por la Revolución americana y por la Revolución francesa, sobre las grandes esperanzas que ella hizo nacer, sobre los peligros que llevaba en germen, y sobre las pruebas insólitas a las que exponía, en su expansión mundial, la libertad y la humanidad misma del hombre”.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Apasionante la sensación que te dejó la lectura. Hoy voy a por el libro y empezaré la lectura!
Gracias...