sábado, 9 de febrero de 2008

El extranjero. Albert Camus




¿Albert Camus o Jean Paul Sartre?. La verdad es que nunca he comprendido siquiera el planteamiento de esta supuesta polémica, ya que no considero comparable a uno con el otro. Se suelen esgrimir nebulosos conceptos políticos, más o menos comprometidos, para enfrentar a los dos escritores. Una postura literariamente ambigua y ligeramente absurda, ya que la única comparación posible entre dos escritores debería basarse en la calidad de su obra literaria, y no en su forma de pensar, y en este sentido, al menos para mi gusto, Albert Camus es infinitamente superior a Sartre. He leído “La peste” varias veces”, “El extranjero” muchas más, “Calígula”, “El mito de Sísifo”, y otras, y siempre he disfrutado de este magnífico escritor, si acaso más filósofo que político. Empecé “La náusea”, de Sartre, y a pesar de ser consciente de que voy a ganarme las iras de los puristas, tengo que confesar que no pude acabarla.

La lectura de las obras de Camus es capaz de provocar planteamientos de pensamiento diferentes a los que se puedan tener hasta entonces. Su sensibilidad, vitalista, individualista y muy humana, fascina fácilmente al lector, que se sumerge en las páginas con verdadera ansiedad. Camus es uno de esos escritores de los que es difícil abandonar el libro una vez empezado. Su estilo, directo y nada adornado, engancha desde el principio.

Creo que leí “El extranjero” completamente cautivado por el fragmento publicado en el libro de Literatura de alguno de los cursos de BUP, un tomo inmenso, de color marrón, publicado por Anaya, que se llamaba “Senda”. Un tomo que se puede considerar como el gran culpable, en mi caso y en otros muchos, de este vicio adquirido de leer. Leí la novela de un tirón, debido a su facilidad de asimilación por una mente por aquel entonces abierta a cualquier estímulo literario. Creo que era la primera vez que abordé una novela que nada tenía que ver con las novelas de aventura o terror que devoraba por aquel entonces. De la primera lectura, en una época más o menos adolescente, no se desprende apenas otra idea que no sea la de la mediocridad, la apatía, la falta de sentimientos y el aburrimiento que presiden la vida de Meursault. Son necesarias otras lecturas posteriores, con el pensamiento ya más o menos definido, para detectar la riqueza de matices de tan magna obra, a pesar de su corta duración. Narrado en primera persona, posiblemente la forma más literaria de narrar, nos describe los últimos días de Meursault, que vive en Argel. Todo el libro está dominado por el calor, la luz de Africa y l sal del mar, elementos que se convierten en protagonistas directos de muchos de los pasajes que se nos cuentan, incluido aquel en el que se desata la tragedia.

Para el que no conozca el libro, decir simplemente que Meursault acude al entierro de su madre, que ha muerto en el asilo al que la había llevado unos cuantos años antes por no poder mantenerla.

“Un poco por eso, durante el último año apenas vine aquí. Y también porque venir anulaba mi domingo, sin contar el esfuerzo de ir al autobús, de tomar los billetes y de hacer dos horas de viaje”.

Comienza así a perfilarse la extraña personalidad de Meursault. ¿Egoísmo, o simple pereza?. ¿Alude el título a su calidad de extranjero en Argel, o a su calidad de extranjero en la vida, en los esquemas establecidos como psicológicamente normales?. Una de las características del libro, descubierta bastante después de su primera lectura, es que es capaz de conseguir la identificación, que puede parecer aberrante, con la personalidad de un personaje que puede ser lo que sea, pero innegablemente nada hipócrita. Veamos la forma tan gráfica en que describe Meursault los acontecimientos relacionados con el entierro en si:

“Hubo todavía la iglesia y los aldeanos en las aceras, los geranios rojos sobre las tumbas del cementerio, el desvanecimiento de Pérez (un muñeco dislocado, se habría dicho, improvisado novio de su madre en el asilo), la tierra color de sangre sobre el ataud de mamá, la blanca carne de las raíces con ella mezcladas, todavía la gente, las voces, el pueblo, la espera ante un café, el ronquido incesante del motor, y mi alegría cuando el autobús entró en el nido de luces de Argel y pensé que me iba a acostar y dormir durante doce horas”.

Y ya está. Así de sencillo. Ya no volverá a mencionar apenas Meursault a su madre, como no sea para responder a los que le preguntan sobre ella, buscando una tristeza que Meursault no siente. Al día siguiente es sábado, y Meursault se encuentra con una antigua compañera con la que se va a nadar.

“Le pregunté si quería venir al cine por la tarde. Rió de nuevo y me dijo que le apetecía ver un filme de Fernandel. Cuando ya estábamos vestidos, se sorprendió al verme con una corbata negra y me preguntó si iba de luto. Le dije que mamá había muerto. Quiso saber cuando, y le respondí: “Ayer”. Hizo un ligero movimiento, pero ningún comentario. Quise decirle que no era culpa mía, pero me contuve porqué pensé que ya se lo había dicho a mi patrón. Nada significaba eso. De todos modos, uno es siempre un poco culpable”.

Uno de los elementos más curiosos de la historia es la relación con esta mujer, María. Ella va descubriendo poco a poco la absoluta falta de sentimientos de Meursault, pero no parece importarle demasiado. No se extraña ante su falta de entusiasmo cuando, más adelante, le pide que se case con ella, ni cuando Meursault le confiesa que en realidad no la quiere. Ella sigue insistiendo, buscando un atisbo de emotividad que el protagonista es incapaz de proporcionarle. Cuando acaba el fin de semana, y después de haber pasado el domingo mirando por la ventana, Meursault reflexiona un momento antes de ir a la cama:

“Pensé que, al cabo, era un domingo de menos, que mamá estaba ahora enterrada, que iba a volver a mi trabajo y que, después de todo, nada había cambiado”.

Al día siguiente, su jefe le propone cambiar de estatus, convertirse en delegado en la oficina de Francia:

“Podría así vivir en París y viajar, además, una parte del año. “Usted es joven, y tengo la impresión de que es una vida que ha de gustarle”. Dije que sí, pero que en el fondo me daba igual. Me preguntó entonces si no me interesaba un cambio de vida. Contesté que no se cambia nunca de vida, que en cualquier caso todas valían lo mismo y que la mía aquí estaba lejos de disgustarme. Pareció descontento, me dijo que nunca respondía directamente, que no tenía ambición y que eso era desastroso en los negocios. Hubiera preferido no decepcionarlo, pero no veía razón alguna para cambiar de vida. Pensándolo bien, no me sentía desgraciado. Cuando era estudiante, tenía yo muchas ambiciones de ese tipo. Luego, cuando tuve que abandonar mis estudios, comprendí muy pronto que todo eso carecía de verdadera importancia”.

Esa semana conoce a Raymond, un extraño personaje, proxeneta que se define como “almacenero”, que le embarca para ir el domingo siguiente a comer a casa de otro amigo suyo. Raymond tiene un oscuro asunto con una mujer árabe, a la que ha golpeado. El hermano de la mujer, un árabe sombrío, aparece en el relato varias veces. Cuando están el domingo en casa del amigo de Raymond, se cruzan en la playa con el árabe, acompañado de un amigo. Después de volver a la casa, Meursault sale otra vez a la playa con el revólver de Raymond, y se encuentra de nuevo, al final de la playa, con el susodicho personaje, esta vez solo y tumbado al lado de una fuente. El árabe le enseña un cuchillo.

“En el mismo instante, el sudor acumulado en mis cejas corrió de pronto sobre los párpados y los cubrió con un velo tibio y espeso. Cegaba mis ojos ese telón de lágrimas y de sal. Solo sentía los címbalos del sol sobre la frente, e, instintivamente, la hoja relumbrante surgida del cuchillo siempre ante mi. Esa ardiente espada mordía mis cejas y penetraba en mis ojos doloridos. Fue entonces cuando todo vaciló. Del mar llegó un soplo espeso y ardiente. Me pareció que el cielo se abría en toda su extensión para vomitar fuego. Todo mi ser se tensó y mi mano se crispó sobre el revólver. El gatillo cedió, toqué el pulido vientre de la culata y fue así, con un ruido ensordecedor y seco, como todo empezó. Sacudí el sudor y el sol. Comprendí que había destruido el equilibrio del día, el silencio excepcional de una playa donde había sido feliz. Entonces, disparé cuatro veces sobre un cuerpo inerte en el que se hundían las balas sin que lo pareciese. Fueron cuatro golpes breves con los que llamaba a la puerta de la desgracia”.

No me negareis la contundencia y la belleza de este fragmento, con el que acaba la primera parte. A continuación, Meursault aparece, ya detenido, a la espera de juicio. Su conversación con el abogado nos muestra una de las claves más claras para comprender su filosofía de vida:

“Por supuesto que yo quería a mamá, pero eso no quería decir nada. Todos los seres normales habían, más o menos, deseado la muerte de los que amaban. Aquí el abogado me interrumpió y dio muestras de una gran agitación. Me hizo prometer que no lo repetiría ni en el juicio ni al magistrado instructor. Le expliqué, sin embargo, que yo era de tal naturaleza que mis necesidades físicas alteraban con frecuencia mis sentimientos. El día en que enterré a mamá, estaba muy cansado y tenía sueño, de modo que no me di cuenta de lo que pasaba”.

Su entrevista con el juez transcurre poco más o menos por los mismos derroteros. Meursault no se preocupa en absoluto por mostrar un mínimo atisbo de arrepentimiento.

“Tan solo me preguntó con el mismo aire un poco cansino si lamentaba mi acto. Reflexioné y dije que, más que una auténtica pena, lo que sentía era cierto aburrimiento. Tuve la impresión de que no me comprendía. Pero ese día las cosas no fueron más lejos”.

Con estos mimbres, el destino de Meursault parece asegurado. Después del juicio en el que declaran sus amigos, María, Raymond, vecinos y conocidos, que parece tan claro que hasta su abogado asegura que está ganado, Meursault es condenado a la guillotina. La última parte de la novela nos lo muestra en la celda, esperando el trágico final, y es entonces cuando asistimos incrédulos, ante la visita del capellán, al único acceso de auténtica furia del protagonista, que ni por lo más remoto quiere ser confortado por un Dios en el que no cree.

“trató de cambiar de tema preguntándome porqué le llamaba “señor” y no “padre”. La pregunta me irritó y respondí que no era mi padre: estaba con los otros. “No, hijo mío, dijo poniendo la mano sobre mis hombros, estoy con usted, pero usted lo ignora, porque tiene un corazón ciego. Rezaré por usted”. Entonces, no sé porqué, algo reventó en mi. Empecé a gritar a voz en cuello, lo insulté y le dije que no rezase. Lo había agarrado por el cuello de la sotana. Volcaba sobre el todo el fondo de mi corazón con estremecimientos de alegría y cólera. Parecía tan seguro. Sin embargo, ninguna de sus certidumbres valía un cabello de mujer”.

Después de esta especie de catarsis, Meursault se tranquiliza, y duerme bastantes horas por primera vez. El último párrafo de la novela es sobrecogedor.

“Me abría por primera vez a la tierna indiferencia del mundo. Al encontrarlo tan semejante a mi, tan fraterno al cabo, sentí que había sido feliz y que lo era todavía. Para que todo sea consumado, para que me sienta menos solo, no me queda más que desear en el día de mi ejecución la presencia de muchos espectadores que me acojan con gritos de odio”.

“El Extranjero”. Sin ninguna duda, una auténtica joya de la literatura de todos los tiempos.

No hay comentarios: