domingo, 11 de enero de 2009

La elegancia del erizo. Muriel Barbery


El jueves pasado terminé por fin una novela que había comenzado con bastante entusiasmo a mediados de Septiembre, para dejarla más o menos congelada en la página 70 desde entonces, retomarla el jueves y finalizarla ese mismo día. ¿Las razones de la congelación?. Creo que resultan sencillas: no es una novela que desde el principio enganche. Es más: el principio resulta bastante aburrido, con tantas y pretenciosas referencias a Kant, Marx, Engells y otros, que te dan ganas de tirar el libro cada vez que René, la portera que oculta una profunda personalidad, toma la palabra.

Como supongo que a estas alturas muchos de vosotros ya conoceréis el libro, creo que voy a resumirlo en dos palabras, para los que no lo hayan leído todavía. Repito que es un libro muy denso al principio (siempre bajo mi modesta opinión, por supuesto), que gana mucho a medida que nos vamos adentrando en la página 100, más o menos, y que para mi gusto tiene un final catastrófico y cogido por los pelos, como si alguien le hubiera dicho a Muriel Barbery “Venga, acaba ya, que llevas más de doscientas páginas, y algo más largo resultaría impublicable”. No me puedo explicar, si no es por esa razón, un final tan terrible y tan injusto, sobre todo porque toda la novela transcurre por el camino de la comedia, y uno se queda con la boca ante el cambio de registro que supone el final, que no voy a desvelar por deferencia hacia los que no lo hayáis leído.

El caso es que un lujoso inmueble de París habitan dos personas de una gran cultura y con una personalidad muy por encima de lo que se considera normal. René, la portera, es una mujer que pasa de los cincuenta, que se siente fascinada y aturdida ante la belleza de un cuadro de la escuela holandesa, la música clásica o cualquier libro de Toltoi, en especial “Ana Karenina. Paloma es una chica de doce años con una inteligencia muy por encima de lo normal y un sentido común que apabulla. ¿Qué tienen estas dos personas en común?. Pues que las dos se han convertido en dos solitarias, porque quieren, a toda costa, que nadie descubra su verdadera personalidad. Ocultan con celosa obsesión sus gustos, su cultura, su inteligencia, porque consideran que el mundo no está preparado para asumirla. Casi hacia el final del libro nos enteraremos de los motivos de René para no querer salirse de su rol de portera, para mantener el cual no duda en cocer repollo, “porque en todas las porterías huele a repollo”, según sus propias palabras, mientras ella se complace en degustar verdaderas delicatessen culinarias, sola o en compañía de su amiga Manuela, una asistenta portuguesa experta en cocinar unos dulces esplendorosos.

En cuanto a Paloma, su caso es diferente. Está tan asqueada de su superficial familia, y en especial de su hermana Colombe, que ha decidido transcribir todo lo que le pase por la cabeza antes del 16 de junio, fecha en la que cumple trece años. Ese día se suicidará después de quemar su casa. Así de sencillo.

El libro transcurre pues alternando las intervenciones de René y de Paloma. Es muy de agradecer, en la edición de Seix Barral, que la letra de cada una de ellas sea diferente. Resulta sencillo de ese modo dictaminar si la que habla es Paloma o René. Resultaría interminable elaborar una lista de las referencias culturales que salpican el libro, tanto por parte de una como de la otra. Manga, cine, literatura, pintura...Las dos mujeres saben distinguir la belleza cuando se presenta ante ellas, y cuanto más sutilmente, mejor.

A la casa llega un jubilado japonés, Kakuro Ozu, emparentado lejanamente con Yazujiro Ozu, el famoso director de cine del que René es una ferviente admiradora. Desde el primer momento, Kakuro intuye que René oculta una personalidad más profunda de lo que aparenta, y consigue la complicidad de Paloma para averiguar más sobre el asunto. Paloma, que siente una especial fascinación por todo lo japonés, se presta encantada a ese juego, y acaba coincidiendo con René, quien le explica, en uno de los capítulos más emotivos que haya leído nunca, que su obsesión por no mezclarse con la élite, a la que pertenece Kakuro, se debe a que una hermana suya fue seducida y abandonada por un hombre rico después de dejarla embarazada. Y no cuento más, porque a partir de ese momento sería algo así como destriparos una historia que tenéis que leer.

Hay dos pasajes en el libro que me causaron una profunda impresión. El primero transcurre cuando Paloma va a casa de Kakuro a tomar el té por primera vez.

“Bueno, esta es una típica conversación de adulto, pero lo bueno con Kakuro es que todo lo hace con educación. Es muy agradable oírlo hablar, aunque te traiga sin cuidado lo que cuenta, porque te habla de verdad, se dirige a ti. Es la primera vez que conozco a alguien que se interesa por mi cuando me habla: no espera aprobación ni desacuerdo, me mira con una expresión como si estuviera diciendo: “¿Quién eres? ¿quieres hablar conmigo? ¡Cuánto me gusta estar contigo!” A eso me refería cuando hablaba de educación, esta actitud de alguien que le al otro la impresión de estar ahí”.

Es uno de los pasajes, entre otros muchos, en los que Paloma expresa su rabia hacia la falta de escuchar a los demás que presiden las relaciones hoy en día. Ella es capaz de escuchar, y se jacta de ello, y disfruta cuando escucha a alguien que la trata con educación.

El otro pasaje es algo que siempre me ha estado dando vueltas a la cabeza, y que Muriel Barbery ha reflejado con una profesionalidad y una agudeza que me ha hecho quitarme el sombrero de verdad. Se refiere a la forma de pensar de los adolescentes, pero dejémosla hablar a ella, a través, otra vez, de su personaje, Paloma:

“En mi colegio se puede comprar de todo: ácido, éxtasis, coca, speed, etc. Cuando pienso en los tiempos en los que los adolescentes esnifaban pegamento en el cuarto de baño... No era nada comparado con lo de ahora. Mis compañeros de clase se colocan con pastillas de éxtasis como si fueran caramelos, y lo peor es que, donde hay droga, hay sexo. No os extrañéis tanto: hoy en día los jóvenes tienen relaciones sexuales muy pronto. Es muy desalentador. Primero, porque yo creo que el sexo, como el amor, es algo sagrado. Si yo viviera más allá de la pubertad, sería para mi muy importante hacer del sexo un sacramento maravilloso. Segundo, porque un adolescente que juega a dárselas de adulto no deja de ser un adolescente. Imaginar que colocarse los fines de semana y andar acostándose con unos y con otros va a hacer de ti un adulto es como creer que un disfraz hace de ti un indio. Y tercero, no deja de ser una concepción de la vida un poco extraña querer hacerse adulto imitando los aspectos ma´s catastróficos de la edad adulta... A mi, haber visto a mi madre chutarse antidepresivos y somníferos me ha vacunado de por vida contra ese tipo de sustancias. Al final, los adolescentes creen hacerse adultos imitando como monos a los adultos que no han pasado de ser niños y que huyen ante la vida. Es patético. Aunque bueno, si yo fuera Carelle Martín, la tía buena de mi clase, me pregunto que haría todo el día aparte de drogarme. Ya tiene el destino escrito en la frente. Dentro de quince años, después de haberse casado con un tío rico solo por casarse con un rico, su marido le pondrá los cuernos porque su perfecta, fría y fútil esposa habrá sido del todo incapaz de darle, digamos, algo de calor humano y sexual”.

Tengo un hijo adolescente que, por suerte para mi, no quiere dejar todavía de ser un niño, y espero que no lo quiera nunca, pero conozco casos de muchachos de su entorno que parecen tener prisa en pasar a ser adultos, y creo que este párrafo define a la perfección la tristeza de esa actitud. Sobre todo en el caso de las chicas. Resulta muy sugerente fardar en clase de que se conoce a un muchacho cinco o seis años mayor, que viene a buscarla en moto, que fuma, etc, pero no se dan cuenta de que ese chico, cinco o seis años mayor que ellas, no va buscando otra cosa que lo que no ha podido conseguir con chicas de su edad, debido a su patética personalidad, o a una necesidad manifiesta de dárselas de importante ante personas de un nivel muy por debajo del suyo. Soy de los que sufrieron en sus carnes situaciones de ese tipo, ya que ni mis compañeros ni yo teníamos ni los medios ni la pasta como para competir con esos veinteañeros engominados que se llevaban a nuestras compañeras de quince sin que nosotros pudiéramos impedirlo. Aunque solo sea como revulsivo para ese trauma de mi adolescencia, la verdad es que ese párrafo me pareció perfecto.
Un libro, en definitiva, que no os dejará indiferentes, os lo aseguro.