jueves, 28 de febrero de 2008

Por si sirviera de desagravio

Al tiempo que creé tanto este blog como los que le acompañan, emprendí una especie de campaña de publicidad, colocando mensajes en cualquier foro que se me pusiera por delante, sin mirar a veces su contenido y con la única intención de que vieran el enlace a mi blog el mayor número de personas posibles. Cuando el mensaje se desplazaba por otros mensajes más actuales, me las arreglaba, no sin ciertas dosis de picaresca, para que el mensaje volviera a ocupar el primer lugar, colocando una respuesta insulsa al objeto de que el mensaje volviera a aparecer el primero. Esto ocurría con foros en los que no suelo participar activamente, que no es el caso de otros en los que sí que me gusta participar, como los de Yoescribo, el de que Leer o, más recientemente, el de Hispacuarela. Digamos que utilizaba esos foros únicamente para eso, para hacer propaganda del blog.
En un foro que se decía literario borraron mi mensaje sin más explicación. En Ciudad Blog también tomaron la decisión de borrarlo, pero al requerirles por mi parte una explicación, han tenido la sinceridad y la amabilidad de contestarme que me había limitado a utilizarles como tablón de anuncios, sin participar activamente en el mismo, y me han hecho reconocer que tienen toda la razón.
Por mi parte, no volveré a utilizar ese método para hacer publicidad de mi blog. Prefiero que sean el boca a boca, o el propio blog, si es que tiene un mínimo de calidad, los que se encarguen de difundirlo, y si en algún momento languidece o se torna mediocre, mejor que desaparezca.
Quiero pedir desde aquí disculpas públicas a los miembros de Ciudad Blog, y decirles que respeto su seriedad y buen hacer, que lamento haberles utilizado para darme publicidad, y que me han hecho ver mi error.

sábado, 23 de febrero de 2008

Sostiene Pereira. Antonio Tabucchi


Leí “Sostiene Pereira” bastante tarde, en la decimotercera edición de Alfaguara, allá por el 97. Había leído poco de Tabucchi, en concreto un libro de relatos titulado “El Angel negro”, y una joya titulada “Réquiem”, que nos muestra su enamoramiento de Lisboa. Dos libros que me gustaban, pero que no me entusiasmaban. Fue después de la lectura de “Sostiene Pereira”, que no pude dejar hasta acabarlo, cuando comenzó mi veneración por ese escritor italiano que adoptó Lisboa como segunda patria.

“Sostiene Pereira” marcó varias características muy bien definidas de mi línea de pensamiento. En primer lugar, el personaje de Pereira me pareció tan fascinante y emotivo, que a partir de entonces comencé a considerar a las personas mayores como parte más que importante de nuestra vida. La magistral manera en que Tabucchi recrea la aparente debilidad de pensamiento de Pereira, transformándola hasta convertirlo en un personaje comprometido con su forma de pensar y valorar las injusticias, es muy posible que no se haya logrado por ningún otro autor.

Ya tiene bastante mérito que Tabucchi haya elegido a una persona a priori mediocre, muy culta pero inmovilista en su fondo y en su forma, físicamente cansado, y con un carácter bastante tendente a la melancolía. A Pereira no le gusta meterse en líos, pero no puede quedarse quieto ante el brutal asesinato de su amigo Rosi. Su forma de vengarse, que no quiero desvelar en esta entrada, constituye tanto un acto de maquiavélica profesionalidad periodística, como de compromiso ético, más que político.

Por otro lado, la fascinación que siento por Lisboa en particular y por Portugal en general, que ya había comenzado a gestarse con “Réquiem”, del mismo autor, se desbordó totalmente justo después de la lectura de esta novela. Una cuestión lleva a la otra, ya lo he mencionado en muchas ocasiones. A través de Tabucchi y Pereira, un indudable enamorado de su ciudad, descubrí la Lisboa de Pessoa, y después conocí a Cardoso Pires, un insigne escritor lisboeta, del que sin duda hablaré en otra entrada, que apareció junto a Tabucchi en un casi desconocido mediometraje de gran belleza y sensibilidad, protagonizado Gonzalo de Castro (si, el famoso Gonzalo de “siete vidas”) titulado “Lisboa. A faça no coraçao”. A través de Cardoso Pires, su libro “Lisboa, diario de a bordo” y del documental que se hizo sobre el mismo, conocí a Lobo Antunes y a otros estupendos escritores portugueses, y cuando por fin vi la memorable película “Sostiene Pereira”de Faenza, perfecta porque se ajusta casi milimétricamente a la novela de Tabucchi, descubrí a la hasta entonces desconocida para mi Dulce Pontes, que cantaba el inolvidable tema “A brisa do coraçao”, compuesto por Ennio Morricone, y que sonaba al principio y al final de la película, en esa escena maravillosa que he visto cien veces y que me sigue emocionando como el primer día. Después de Dulce Pontes escuché a Misia, y a Madredeus, y hasta a Amalia Rodríguez, y a partir de ahí, amigos míos, mi espíritu sucumbió por esa “saudade” que me domina desde entonces durante largas temporadas. Y todo este gratificante sufrimiento procede de la lectura, en una sola tarde, de la novela “Sostiene Pereira”. Como para no dedicarle una entrada al librito en cuestión.

Pereira es un personaje entrañable, un periodista lisboeta que escribe en un periódico sin ninguna tendencia política. Estamos en 1938, en plena dictadura Salazarista, en los preliminares de la Segunda Guerra Mundial y con la Guerra Civil española llamando a la puerta. Pereira lleva una vida tranquila, más o menos sedentaria, cuidando su obesidad intentando comer poco (pone cara de resignación cuando se prepara una tortilla a las finas hierbas), y hablando de vez en cuando con el retrato de su difunta esposa. Se considera católico, pero a su manera.

“Y Pereira era católico, o al menos en aquel momento se sentía católico, un buen católico, pero en una cosa no conseguía creer: en la resurrección de la carne. En el alma sí, claro, porque estaba seguro de poseer un alma, pero toda su carne, aquella chicha que circundaba su alma, pues bien, eso no, eso no volvería a renacer, y además, ¿para qué?, se preguntaba Pereira. Todo aquel sebo que le acompañaba cotidianamente, el sudor, el jadeo al subir las escaleras, ¿para qué iban a renacer?. No, no quería nada de aquello en la otra vida, para toda la eternidad, Pereira, y no quería creer en la resurrección de la carne”.

Al leer un artículo del joven Montero Rossi en el que habla de la muerte, decide llamarle para ofrecerle un puesto en la sección cultural del diario “Lisboa”, que es la que lleva Pereira.

“Sostiene Pereira que al principio se puso a leer distraídamente el artículo, que no tenía título, después maquinalmente volvió hacia atrás y copió un trozo. ¿porqué lo hizo?. Eso Pereira no está en condiciones de decirlo. Tal vez porque aquella revista de vanguardia católica le contrariaba, tal vez porque aquel día se sentía harto de vanguardias y de catolicismos, aunque él fuera profundamente católico, o tal vez porque en aquel momento, en aquel verano refulgente de Lisboa, con toda aquella mole que soportaba encima, detestaba la idea de la resurrección de la carne, pero el caso es que se puso a copiar el artículo, quizá para poder tirar la revista a la papelera.

Sostiene que no lo copió todo, copió solo algunas líneas, que son las siguientes y que puede aportar a la documentación: “La relación que caracteriza de una manera más profunda y general el sentido de nuestro ser es la que une la vida con la muerte, porque la limitación de nuestra existencia por la muerte es decisiva para la comprensión y la valoración de la vida””.

Después de comer y de visitar al padre Antonio para hablarle otra vez del obsesivo tema de la muerte, Pereira va a su casa, en la Avenida de la Liberdade, y, según su costumbre, empieza un diálogo con su difunta esposa:

“Sostiene Pereira que desde hacía tiempo había cogido la costumbre de hablar con el retrato de su esposa. Le contaba lo que había hecho durante el día, le confiaba sus pensamientos, le pedía consejos. No sé en qué mundo vivo, dijo Pereira al retrato, me lo ha dicho incluso el padre Antonio, el problema es que no hago otra cosa que pensar en la muerte, me parece que todo el mundo está muerto o a punto de morirse. Y después Pereira pensó en el hijo que no habían tenido. El sí lo hubiera querido, pero no podía pedírselo a aquella mujer frágil y enfermiza que pasaba las noches insomne y largos periodos en sanatorios. Y lo lamentó. Porque si hubiera tenido un hijo, un hijo mayor con el que sentarse ahora a la mesa y hablar, no habría necesitado hablar con aquel retrato que se remontaba a un viaje lejano del que ya casi no se acordaba. Y dijo: en fin, qué le vamos a hacer, que era su forma de despedirse del retrato de su esposa”.

Esa misma noche, Pereira conoce a Monteiro Rosi y a su novia en una fiesta en la plaza. Rosi canta canciones napolitanas para un grupo de salazaristas, lo que confunde a Pereira, que se tranquiliza cuando Rosi le confiesa que lo hace por dinero. Después de una conversación y un baile con Marta, Rosi queda contratado para escribir necrológicas de escritores que todavía viven. Pereira quiere disponer de la necrológica antes de que el escritor muera, para publicarla de inmediato. Rosi accede y le pide a Pereira un anticipo, que este pone de su bolsillo. La idea de Rosi es escribir una necrológica de Lorca.

Resulta emotiva la relación de Pereira con Monteiro Rosi. Parece adoptarle, con cierta conmiseración, y a pesar de la tendencia política de las necrológicas de Rosi, que nunca son publicadas porque Pereira defiende a ultranza la imparcialidad de su periódico, el veterano periodista sigue anticipando cantidades a Rosi. Fascinado por la ilusión y la vitalidad del joven, Pereira termina ofreciéndole su casa, en un momento duro en el que Rosi se tiene que ocultar.

Previo a ese acontecimiento, asistimos a la emotiva visita de Pereira a un balneario de Coimbra, en la que conoce al doctor Cardoso, con el que conversa animadamente sobre la página cultural del periódico, sobre la vida, sobre la muerte y sobre todo lo divino y lo humano. El doctor, duro al principio con su paciente, termina por permitirle diferentes licencias, como comer con agua con gas o fumar de vez de vez en cuando un cigarro, a pesar de la cardiopatía de Pereira. Poco a poco, se establece entre los dos personajes una relación de amistad que resultará de suma utilidad para que Pereira consiga llevar a adelante su último golpe de mano.

Cuando vuelve a Lisboa, alija a Monteiro Rosi en su casa. Una noche, aparecen tres individuos malencarados que dicen ser policías secretos, y mientras uno de ellos apunta con su arma a un asustado Pereira, los otros dos se meten con el joven en una habitación. Desde el otro lado de la puerta le llegan a Pereira gritos, golpes y fuertes sacudidas. Al cabo de un rato, los dos policías salen del cuarto, con las ropas manchadas de sangre. Pereira, una vez recuperado del susto, entra en el cuarto, dirigiéndose a Rosi para decirle que todo ha terminado, pero el joven no puede escucharle: ha muerto a causa de la paliza que le han dado los supuestos policías.

Pereira siente la necesidad urgente de hacer algo, y se le ocurre sentarse delante de su máquina de escribir. No puede soportar el dolor ante la pérdida, de una forma tan brutal además, del joven Rosi. Y escribe. Escribe un artículo.

No voy a desvelar lo que hace Pereira para vengar a su amigo. Prefiero que leáis la novela o que veáis la película. Simplemente deciros que parece increíble que el hasta entonces pacífico y casi mediocre Pereira tome una decisión que cambiará su vida para siempre.

Al final del libro, como nota a la edición de Alfaguara, Tabucchi parece querernos decir que Pereira está basado en un periodista real, portugués, que había muerto cierto tiempo antes. Tabucchi describe a Pereira como un personaje del limbo, que aparece en sus sueños buscando a un autor que cuente su aventura. Tabucchi terminó por escribir su historia. Pero no deseo en absoluto suplir con mi insolencia la belleza de su prosa. Dejemos que nos lo cuente él mismo:

“La escribí en Vechiano, en dos meses, que fueron también tórridos, de intenso y furibundo trabajo. Por una afortunada coincidencia, acabé de escribir la última página el 25 de Agosto de 1993. Y quise registrar esa fecha en la página porque es para mi un día importante: el cumpleaños de mi hija. Me pareció una señal, un auspicio. El día feliz del nacimiento de un hijo mío nacía también, gracias a la fuerza de la escritura, la historia de la vida de un hombre. Tal vez, en la inescrutable trama de los eventos que los dioses nos conceden, todo ello tenga su significado”.

sábado, 16 de febrero de 2008

Memorias de ultratumba. Chateaubriand


Es difícil transmitir con palabras la sensación que se tiene ante la lectura de una joya de la literatura como son las “Memorias de ultratumba”, escritas por Chateaubriand casi al final de su vida, y en las que se refleja un periodo de la historia de Francia que abarca desde los preliminares a la Revolución francesa hasta la llegada de nuevo al trono, pasando por la etapa napoleónica, de Luis XVIII y su sucesor, Carlos X, momento en el que Chateaubriand abandona su carrera política. Es difícil transmitir el placer que me embargaba durante casi un mes, en el verano de 2006, cuando me sumergía cada tarde, hasta que se hacía de noche y algo más, en la lectura de esta magna obra de más de 2700 páginas, en la edición publicada por Acantilado a principios de ese mismo año.

Chateaubriand, haciendo gala de una memoria fuera de lo común, nos narra toda su vida en treinta y tres libros y varios apéndices, desde su misma venida al mundo hasta su infancia en Dieppe, en Bretaña y en el castillo de Combourg hasta su retirada de la política. Chateaubriand define su obra como “un templo de la muerte erigido a la luz de mis recuerdos. Grave, melancólico, hábil, de una prosa ligera y sencilla de leer, el aristócrata analiza con reflexión y profundidad los acontecimientos que probablemente hayan marcado, en mayor medida que ningún otro, el destino de la humanidad moderna.

Comienza Chateaubriand casi pidiéndonos perdón por su osadía al contarnos sus peripecias vitales. Citando a Montaigne, proclama lo siguiente:

“Yo lo veo por algunos de mis amigos personales –dice Montaigne-, quienes a medida que la memoria les permite recordar algo en todos sus detalles, se remontan tan atrás en su relato que, si es una buena historia, le quitan todo interés; si no lo es, motivos no faltan para maldecir su buena memoria o su desafortunado juicio. He visto relatos agradabilísimos volverse insoportables en boca de un anciano. Yo –dice Chateaubriand- temo ser ese anciano”.

Nada más lejos de la realidad. Su relato atrae la atención de una manera casi magnética. Resulta casi imposible dejar la lectura una vez comenzada. Hablando de una enfermedad de su infancia que a punto estuvo de hacerle morir, nos regala el siguiente párrafo:

“Nuestra vida entera transcurre dando vueltas a nuestra tumba; nuestras distintas enfermedades son soplos de viento que nos acercan más o menos a puerto. El primer difunto que vi, era un canónigo de Saint Malo; yacía muerto sobre su cama, con el rostro descompuesto por las últimas convulsiones. La muerte es hermosa, es nuestra amiga. No obstante, no la reconocemos, porque se nos presenta enmascarada, y su máscara nos espanta”.

Estas son impresiones ante la Revolución francesa, de la que habla desde un punto de vista emotivo y vitalista. Si bien está de acuerdo plenamente con las ideas de la Revolución, le repugna la forma de intentar llevarlas a cabo.

“La Revolución me habría arrastrado de no haberse comenzado con crímenes. Vi la primera cabeza clavada en la punta de una pica, y me eché para atrás. Nunca el homicidio será a mis ojos objeto de admiración y un argumento de libertad; no conozco nada más servil, más despreciable, más cobarde, más limitado que un terrorista. ¿Acaso no me he encontrado en Francia a toda esa caterva de Brutos al servicio de César y de su policía?. Los niveladores, los regeneradores, los degolladores pasaban a ser lacayos, espías y sicofantes, y lo que resulta menos natural aún, duques, condes y barones. ¡Que edad media!”.

Hablando de la asamblea, como responsable de la continuidad del terror, analiza Chateaubriand del siguiente modo:

“Toda opinión muere impotente o frenética si no es acogida en una asamblea que la convierta en poder, la dote de una voluntad, le pegue una lengua y unos brazos. Siempre ha sido por medio de cuerpos legales o ilegales como llegan y llegarán las revoluciones”.

Como preámbulo a su llegada a París y su encuentro con la Revolución, Chateaubriand finaliza así el capítulo ocho del libro quinto:

“Ahora sigue adelante, lector: cruza el río de sangre que separa para siempre el viejo mundo del que sales, del mundo nuevo en cuya entrada morirás”.

Impresionante, ¿no os parece?. En medio del horror, de las revueltas en las calles, de los rumores, de la actitud terca y débil de la corte, Chateaubriand acompaña a un poeta a Versalles. Describe la historia con su elegancia habitual:

“Un poeta bretón, recién llegado, me rogó que lo llevara a Versalles. Hay gente que se dedica a visitar jardines y surtidores en medio de la caída de los imperios: son sobre todo los emborronadores de papel quienes poseen esta facultad de abstraerse en su propia manía durante los más grandes acontecimientos; su frase o su estrofa lo es todo para ellos”

Paseando con el emborronador de papeles por los pasillos de Versalles, se cruzan con Maria Antonieta. Chateaubriand nos cuenta ese encuentro adornándolo con un halo de truculencia difícil de conseguir:

“Ella, dirigiéndome una mirada sonriente, me hizo ese saludo lleno de gracia que ya me había dispensado el día de mi presentación. Nunca olvidaré aquella mirada que había de apagarse tan pronto. María Antonieta dibujó tan bien, al sonreir, la forma de su boca, que el recuerdo de esta sonrisa (¡cosa espantosa!) me hizo reconocer las mandíbula de la hija de los reyes, al descubrirse la cabeza de la infortunada, en las exhumaciones de 1815”.

No se puede negar que causa bastante desasosiego leer una declaración como esa. Tampoco ahorraba Chateaubriand profundidad de análisis al referirse al ambiente dominante en las calles:

“Los vencedores de la Bastilla, ebrios y pletóricos, eran paseados en simones y declarados conquistadores en las tabernas; les daban escolta prostitutas y sans-culottes, que comenzaban a ser los reyes. Los paseantes se descubrían, con el respeto que infunde el miedo, ante estos héroes, algunos de los cuales se murieron de fatiga en medio de su triunfo. Se admiró lo que había que condenar, lo accidental, y no se tuvo visión de futuro respecto al destino cumplido de un pueblo, al cambio de costumbres, de ideas, del poder político, una renovación de la especie humana, cuya era inauguraba la toma de la Bastilla, como un sangriento jubileo. La cólera brutal producía ruinas, y bajo esta cólera se escondía la inteligencia que ponía entre estas ruinas los fundamentos del nuevo edificio”.

Chateaubriand estaba tan a favor de las ideas que proponía la Revolución, como en contra de la monarquía imperante. Sobre Luis XVI tenía una opinión perfectamente formada:

“Luis XVI no era falso: era débil; la debilidad no es lo mismo que la falsedad, pero hace las veces de ella y tiene los mismos efectos.; el respeto que debe inspirar la virtud y el infortunio del rey santo y mártir vuelve todo juicio humano casi sacrílego”.

Después de la Revolución, Viaja a Estados Unidos, donde se está desarrollando otra revolución comandada por el general Washington. Con certera agudeza, nos describe sus sensaciones ante el encuentro con el general:

“No estaba azorado: la grandeza de alma o la de fortuna no me imponen en absoluto; admiro la primera sin sentirme cohibido por ella; la segunda me inspira más compasión que respeto: ningún rostro humano me turbará jamás”.

Eso es lo que se llama integridad en estado puro. Acaba la Revolución y comienza el periodo napoleónico, con sus conquistas, sus intrigas, el auge de personajes eternamente supervivientes a cualquier régimen político, como Talleyrand, al que Chateaubriand describió como “una mierda encerrada en una media de seda, o Fouché, el sombrío conspirador, jefe de policía y eterno rival de la claridad política. De Fouché, concretamente, escribió Talleyrand lo siguiente:

“Su mejor obra era la muerte de Luis XVI: el regicidio era su patente de inocencia. Charlatán como todos los revolucionarios, al lanzar sus frases vacuas, soltaba un montón de tópicos trufados de palabras como destino, necesidad, los derechos de las cosas, mezclando este sinsentido filosófico con otros absurdos sobre el progreso y la marcha de la sociedad, con impúdicas máximas a favor del fuerte sobre el débil; tampoco faltaban las impúdicas confesiones sobre lo justo de los éxitos, la escasa importancia de ver rodar una cabeza, lo equitativo de todo cuanto prospera, lo inicuo de cuanto sufre, afectando hablar de los más espantosos desastres con ligereza e indiferencia, como un genio que está por encima de estas necedades. No salió de su boca, a propósito de cosa alguna, una sola idea original, una apreciación notable”.

La tentación es la de seguir colocando en esta entrada bastantes más citas, dejar que hable Chateaubriand hasta el infinito, pero no quiero cansaros. Creo que la muestra de sus memorias es más que suficiente para despertar en vosotros el deseo de leerlas. No quisiera terminar, sin embargo, sin colocar lo que pensaba nuestro amigo sobre el insigne Napoleón, al que sirvió, pero sin compartir su sed de sangre, tal y como se desprende del párrafo con el que finalizo esta entrada:

“La tendencia del momento consiste en magnificar las victorias de Bonaparte: quienes las sufrieron han desaparecido; no se oyen ya las imprecaciones, los gritos de dolor y de angustia de las víctimas; no se ve ya la Francia extenuada, trabajando su suelo con mujeres; no se ve ya a los padres saliendo fiadores de sus hijos, a los vecinos de los pueblos cumpliendo solidariamente las penas impuestas a un insumiso; ya no se ven esos carteles de reclutamiento pegados en las esquinas de las calles, a los viandantes aglomerados delante de esas inmensas condenas de muerte, buscando, consternados, los nombres de sus hijos, de sus hermanos, de sus amigos, de sus vecinos. Se olvida que todo el mundo se lamentaba de los triunfos; se olvida que la menor alusión, que había pasado inadvertida a los censores, contra Bonaparte en el teatro era recibida con entusiasmo; se olvida que el pueblo, la corte, los generales, los ministros, los allegados a Napoleón estaban cansados de su opresión y de sus conquistas, cansados de esa partida siempre ganada y siempre reiniciada, de esa existencia que se veía alterada cada mañana por la imposibilidad de descanso”.

“Memorias de ultratumba”. Alimento en estado puro para el espíritu. Me gustaría citar por último lo que dice Fumaroli en el prólogo:
“Una reflexión profunda, de una actualidad sobrecogedora y de un alcance universal, sobre la era democrática inaugurada por la Revolución americana y por la Revolución francesa, sobre las grandes esperanzas que ella hizo nacer, sobre los peligros que llevaba en germen, y sobre las pruebas insólitas a las que exponía, en su expansión mundial, la libertad y la humanidad misma del hombre”.

sábado, 9 de febrero de 2008

El extranjero. Albert Camus




¿Albert Camus o Jean Paul Sartre?. La verdad es que nunca he comprendido siquiera el planteamiento de esta supuesta polémica, ya que no considero comparable a uno con el otro. Se suelen esgrimir nebulosos conceptos políticos, más o menos comprometidos, para enfrentar a los dos escritores. Una postura literariamente ambigua y ligeramente absurda, ya que la única comparación posible entre dos escritores debería basarse en la calidad de su obra literaria, y no en su forma de pensar, y en este sentido, al menos para mi gusto, Albert Camus es infinitamente superior a Sartre. He leído “La peste” varias veces”, “El extranjero” muchas más, “Calígula”, “El mito de Sísifo”, y otras, y siempre he disfrutado de este magnífico escritor, si acaso más filósofo que político. Empecé “La náusea”, de Sartre, y a pesar de ser consciente de que voy a ganarme las iras de los puristas, tengo que confesar que no pude acabarla.

La lectura de las obras de Camus es capaz de provocar planteamientos de pensamiento diferentes a los que se puedan tener hasta entonces. Su sensibilidad, vitalista, individualista y muy humana, fascina fácilmente al lector, que se sumerge en las páginas con verdadera ansiedad. Camus es uno de esos escritores de los que es difícil abandonar el libro una vez empezado. Su estilo, directo y nada adornado, engancha desde el principio.

Creo que leí “El extranjero” completamente cautivado por el fragmento publicado en el libro de Literatura de alguno de los cursos de BUP, un tomo inmenso, de color marrón, publicado por Anaya, que se llamaba “Senda”. Un tomo que se puede considerar como el gran culpable, en mi caso y en otros muchos, de este vicio adquirido de leer. Leí la novela de un tirón, debido a su facilidad de asimilación por una mente por aquel entonces abierta a cualquier estímulo literario. Creo que era la primera vez que abordé una novela que nada tenía que ver con las novelas de aventura o terror que devoraba por aquel entonces. De la primera lectura, en una época más o menos adolescente, no se desprende apenas otra idea que no sea la de la mediocridad, la apatía, la falta de sentimientos y el aburrimiento que presiden la vida de Meursault. Son necesarias otras lecturas posteriores, con el pensamiento ya más o menos definido, para detectar la riqueza de matices de tan magna obra, a pesar de su corta duración. Narrado en primera persona, posiblemente la forma más literaria de narrar, nos describe los últimos días de Meursault, que vive en Argel. Todo el libro está dominado por el calor, la luz de Africa y l sal del mar, elementos que se convierten en protagonistas directos de muchos de los pasajes que se nos cuentan, incluido aquel en el que se desata la tragedia.

Para el que no conozca el libro, decir simplemente que Meursault acude al entierro de su madre, que ha muerto en el asilo al que la había llevado unos cuantos años antes por no poder mantenerla.

“Un poco por eso, durante el último año apenas vine aquí. Y también porque venir anulaba mi domingo, sin contar el esfuerzo de ir al autobús, de tomar los billetes y de hacer dos horas de viaje”.

Comienza así a perfilarse la extraña personalidad de Meursault. ¿Egoísmo, o simple pereza?. ¿Alude el título a su calidad de extranjero en Argel, o a su calidad de extranjero en la vida, en los esquemas establecidos como psicológicamente normales?. Una de las características del libro, descubierta bastante después de su primera lectura, es que es capaz de conseguir la identificación, que puede parecer aberrante, con la personalidad de un personaje que puede ser lo que sea, pero innegablemente nada hipócrita. Veamos la forma tan gráfica en que describe Meursault los acontecimientos relacionados con el entierro en si:

“Hubo todavía la iglesia y los aldeanos en las aceras, los geranios rojos sobre las tumbas del cementerio, el desvanecimiento de Pérez (un muñeco dislocado, se habría dicho, improvisado novio de su madre en el asilo), la tierra color de sangre sobre el ataud de mamá, la blanca carne de las raíces con ella mezcladas, todavía la gente, las voces, el pueblo, la espera ante un café, el ronquido incesante del motor, y mi alegría cuando el autobús entró en el nido de luces de Argel y pensé que me iba a acostar y dormir durante doce horas”.

Y ya está. Así de sencillo. Ya no volverá a mencionar apenas Meursault a su madre, como no sea para responder a los que le preguntan sobre ella, buscando una tristeza que Meursault no siente. Al día siguiente es sábado, y Meursault se encuentra con una antigua compañera con la que se va a nadar.

“Le pregunté si quería venir al cine por la tarde. Rió de nuevo y me dijo que le apetecía ver un filme de Fernandel. Cuando ya estábamos vestidos, se sorprendió al verme con una corbata negra y me preguntó si iba de luto. Le dije que mamá había muerto. Quiso saber cuando, y le respondí: “Ayer”. Hizo un ligero movimiento, pero ningún comentario. Quise decirle que no era culpa mía, pero me contuve porqué pensé que ya se lo había dicho a mi patrón. Nada significaba eso. De todos modos, uno es siempre un poco culpable”.

Uno de los elementos más curiosos de la historia es la relación con esta mujer, María. Ella va descubriendo poco a poco la absoluta falta de sentimientos de Meursault, pero no parece importarle demasiado. No se extraña ante su falta de entusiasmo cuando, más adelante, le pide que se case con ella, ni cuando Meursault le confiesa que en realidad no la quiere. Ella sigue insistiendo, buscando un atisbo de emotividad que el protagonista es incapaz de proporcionarle. Cuando acaba el fin de semana, y después de haber pasado el domingo mirando por la ventana, Meursault reflexiona un momento antes de ir a la cama:

“Pensé que, al cabo, era un domingo de menos, que mamá estaba ahora enterrada, que iba a volver a mi trabajo y que, después de todo, nada había cambiado”.

Al día siguiente, su jefe le propone cambiar de estatus, convertirse en delegado en la oficina de Francia:

“Podría así vivir en París y viajar, además, una parte del año. “Usted es joven, y tengo la impresión de que es una vida que ha de gustarle”. Dije que sí, pero que en el fondo me daba igual. Me preguntó entonces si no me interesaba un cambio de vida. Contesté que no se cambia nunca de vida, que en cualquier caso todas valían lo mismo y que la mía aquí estaba lejos de disgustarme. Pareció descontento, me dijo que nunca respondía directamente, que no tenía ambición y que eso era desastroso en los negocios. Hubiera preferido no decepcionarlo, pero no veía razón alguna para cambiar de vida. Pensándolo bien, no me sentía desgraciado. Cuando era estudiante, tenía yo muchas ambiciones de ese tipo. Luego, cuando tuve que abandonar mis estudios, comprendí muy pronto que todo eso carecía de verdadera importancia”.

Esa semana conoce a Raymond, un extraño personaje, proxeneta que se define como “almacenero”, que le embarca para ir el domingo siguiente a comer a casa de otro amigo suyo. Raymond tiene un oscuro asunto con una mujer árabe, a la que ha golpeado. El hermano de la mujer, un árabe sombrío, aparece en el relato varias veces. Cuando están el domingo en casa del amigo de Raymond, se cruzan en la playa con el árabe, acompañado de un amigo. Después de volver a la casa, Meursault sale otra vez a la playa con el revólver de Raymond, y se encuentra de nuevo, al final de la playa, con el susodicho personaje, esta vez solo y tumbado al lado de una fuente. El árabe le enseña un cuchillo.

“En el mismo instante, el sudor acumulado en mis cejas corrió de pronto sobre los párpados y los cubrió con un velo tibio y espeso. Cegaba mis ojos ese telón de lágrimas y de sal. Solo sentía los címbalos del sol sobre la frente, e, instintivamente, la hoja relumbrante surgida del cuchillo siempre ante mi. Esa ardiente espada mordía mis cejas y penetraba en mis ojos doloridos. Fue entonces cuando todo vaciló. Del mar llegó un soplo espeso y ardiente. Me pareció que el cielo se abría en toda su extensión para vomitar fuego. Todo mi ser se tensó y mi mano se crispó sobre el revólver. El gatillo cedió, toqué el pulido vientre de la culata y fue así, con un ruido ensordecedor y seco, como todo empezó. Sacudí el sudor y el sol. Comprendí que había destruido el equilibrio del día, el silencio excepcional de una playa donde había sido feliz. Entonces, disparé cuatro veces sobre un cuerpo inerte en el que se hundían las balas sin que lo pareciese. Fueron cuatro golpes breves con los que llamaba a la puerta de la desgracia”.

No me negareis la contundencia y la belleza de este fragmento, con el que acaba la primera parte. A continuación, Meursault aparece, ya detenido, a la espera de juicio. Su conversación con el abogado nos muestra una de las claves más claras para comprender su filosofía de vida:

“Por supuesto que yo quería a mamá, pero eso no quería decir nada. Todos los seres normales habían, más o menos, deseado la muerte de los que amaban. Aquí el abogado me interrumpió y dio muestras de una gran agitación. Me hizo prometer que no lo repetiría ni en el juicio ni al magistrado instructor. Le expliqué, sin embargo, que yo era de tal naturaleza que mis necesidades físicas alteraban con frecuencia mis sentimientos. El día en que enterré a mamá, estaba muy cansado y tenía sueño, de modo que no me di cuenta de lo que pasaba”.

Su entrevista con el juez transcurre poco más o menos por los mismos derroteros. Meursault no se preocupa en absoluto por mostrar un mínimo atisbo de arrepentimiento.

“Tan solo me preguntó con el mismo aire un poco cansino si lamentaba mi acto. Reflexioné y dije que, más que una auténtica pena, lo que sentía era cierto aburrimiento. Tuve la impresión de que no me comprendía. Pero ese día las cosas no fueron más lejos”.

Con estos mimbres, el destino de Meursault parece asegurado. Después del juicio en el que declaran sus amigos, María, Raymond, vecinos y conocidos, que parece tan claro que hasta su abogado asegura que está ganado, Meursault es condenado a la guillotina. La última parte de la novela nos lo muestra en la celda, esperando el trágico final, y es entonces cuando asistimos incrédulos, ante la visita del capellán, al único acceso de auténtica furia del protagonista, que ni por lo más remoto quiere ser confortado por un Dios en el que no cree.

“trató de cambiar de tema preguntándome porqué le llamaba “señor” y no “padre”. La pregunta me irritó y respondí que no era mi padre: estaba con los otros. “No, hijo mío, dijo poniendo la mano sobre mis hombros, estoy con usted, pero usted lo ignora, porque tiene un corazón ciego. Rezaré por usted”. Entonces, no sé porqué, algo reventó en mi. Empecé a gritar a voz en cuello, lo insulté y le dije que no rezase. Lo había agarrado por el cuello de la sotana. Volcaba sobre el todo el fondo de mi corazón con estremecimientos de alegría y cólera. Parecía tan seguro. Sin embargo, ninguna de sus certidumbres valía un cabello de mujer”.

Después de esta especie de catarsis, Meursault se tranquiliza, y duerme bastantes horas por primera vez. El último párrafo de la novela es sobrecogedor.

“Me abría por primera vez a la tierna indiferencia del mundo. Al encontrarlo tan semejante a mi, tan fraterno al cabo, sentí que había sido feliz y que lo era todavía. Para que todo sea consumado, para que me sienta menos solo, no me queda más que desear en el día de mi ejecución la presencia de muchos espectadores que me acojan con gritos de odio”.

“El Extranjero”. Sin ninguna duda, una auténtica joya de la literatura de todos los tiempos.

domingo, 3 de febrero de 2008

Niebla. Miguel de Unamuno


Siempre he guardado con Don Miguel de Unamuno una relación bastante más fluida y entrañable que con Don Pío Baroja o con Don Ramón del Valle Inclán. Si bien este último escribió en uno de sus libros, “La corte de los milagros”, uno de los párrafos más impactantes y lapidarios que haya leído jamás (1), y con Pío Baroja me sumergí, de la mano de Shanti Andía, en una profunda fascinación por el mar y su mundo, ha sido sin duda con Don Miguel de Unamuno con quien más he disfrutado de la literatura de una época anterior a la guerra civil.

Jamás he conseguido formarme una idea clara del carácter del escritor. Leyendo sus ensayos, serios y rigurosos, encaminados la mayor parte de las veces de una manera en algunos momentos obsesiva a conciliar fe y razón, no se puede hacer uno una idea de la ironía, el humor tragicómico y la chanza a una sociedad encopetada y represiva que se desprende de sus obras de ficción. Miguel de Unamuno representa para mi el espíritu inconformista, antidogmático, siempre con dudas y sin una clara pertenencia a una tendencia política determinada. Todos recordaréis sin duda el famoso episodio en el paraninfo de la Universidad de Salamanca, en 1936, cuando dijo aquello de “Vencereis, pero no convencereis” a unos exaltados legionarios encabezados por el mutilado Millán Astray, y que estuvo a punto de costarle la vida al escritor cuando contaba con la friolera de 72 años de edad. También había protagonizado episodios de desencuentro con el gobierno republicano. Su actitud ante lo establecido fue siempre de crítica, de no dejarse llevar por los acontecimientos, aunque en ocasiones corriera peligro. Siempre me ha provocado admiración su integridad moral y ética, frente a otros escritores de su quinta, como el mismo Baroja, de acomodaticia ambigüedad política. Unamuno escribe sus novelas, tanto “Amor y pedagogía” como la magnífica e incisiva “La tía Tula”, con un estilo que parece moralista siendo realmente irónico y demoledor, sin el sentido del humor de Jardiel Poncela, pero muy cercano en cuanto a cinismo se refiere.

“Niebla” se publicó en 1914, cuando el escritor ya era reconocido mundialmente. Con una prosa ligera, llena de diálogo y bastante sugerente, nos describe Unamuno las andanzas amorosas de Augusto Pérez, un individuo acomodado de mediana edad que un buen día descubre la belleza de Eugenia Domingo del Arco, profesora de piano de la que todo el mundo parece tener referencias menos el.

“¿Y como me he enamorado si en rigor no puedo decir que la conozco?. Bah, el conocimiento vendrá después. El amor precede al conocimiento, y este mata a aquel”. Tales son las disquisiciones de Augusto ante el repentino amor que ha sentido por Eugenia. Tan ensimismado se vuelve, que ni siquiera la ve cuando se cruza un par de veces con ella por la calle.

La oportuna casualidad de salvar a un periquito que se cae desde una terraza, con jaula y todo, le permite a Augusto entablar conversación con los tíos de Eugenia, una mujer asturiana, Ermelinda, que enseguida vislumbra la posibilidad de conseguir que su sobrina olvide al vago de Mauricio, el vago con el que está medio ennoviada, y entable relaciones con Augusto, un gran partido según se desprende de su porte y su conversación, y Fermín, un anciano anarquista místico que habla esperanto.

“- Pero hombre –le arguyó su mujer-, ¿cómo se compadece eso de Dios con el anarquismo?. Ya te lo he dicho mil veces. Si no debe mandar nadie, ¿qué es eso de Dios?.
- Mi anarquismo, mujer, me lo has oído otras mil veces, es místico, es un anarquismo místico. Dios no manda como mandan los hombres. Dios es también anarquista. Dios no manda, sino...
- Obedece, ¿no es eso?.
- Tu lo has dicho, mujer, tú lo has dicho. Dios mismo te ha iluminado. “

Las visitas de Augusto se suceden a la casa de los tíos de Eugenia. En una de ellas, la chica se las arregla para hablar con Augusto a solas, y le advierte que tiene novio, que está muy enamorada de Mauricio, y que aunque este no trabaje ella está dispuesta a mantenerle, y a ahorrar para pagar la hipoteca que pesa sobre su casa. Augusto toma una decisión, y de forma grandilocuente, se la traslada a los tíos de Eugenia:

“- ¡Yo, sí, yo, señora!. ¡Estoy dispuesto a sacrificarme por la felicidad de Eugenia, de su sobrina, porque mi felicidad consiste en que ella sea feliz!.
- ¡Bravo! –exclamó el tío-, ¡bravo!, ¡bravo!. ¡He aquí un heroe!, ¡he aquí un anarquista...místico!.
- ¿Anarquista? –dijo Augusto-.
- Anarquista, si. Porque mi anarquismo consiste en eso, en eso precisamente, en que cada cual se sacrifique por los demás, en que uno sea feliz haciendo felices a los otros, en que...
- ¡Pues bueno te pones, Fermín, cuando un día cualquiera no se te sirve la sopa sino diez minutos después de las doce!
- Bueno, es que ya sabes, Ermelinda, que mi anarquismo es teórico. Me esfuerzo por llegar a la perfección, pero...”

Augusto decide hacerse cargo de la hipoteca de Eugenia, que al principio no acepta porque no quiere estar en deuda con el generoso enamorado. A todo esto, Augusto empieza a enamorarse también de Rosario, la muchacha que le plancha la ropa, y con la que mantiene una relación más directa, más física que el platonismo que desarrolla con Eugenia.

En una ocasión, Augusto se encuentra en la iglesia con Avito, el protagonista de la novela “Amor y pedagogía”, también de Unamuno, en la que su hijo Apolodoro se suicida al no poder soportar la presión educativa de su padre.

Habla don Avito:

“- Sí, Augusto, si. La vida es la única maestra de la vida. No hay pedagogía que valga. Solo se aprende a vivir viviendo, y cada hombre tiene que recomenzar el aprendizaje de la vida de nuevo...
- ¿Y la labor de las generaciones, Don Avito, el legado de los siglos?.
- No hay más que dos legados: el de las ilusiones y el de los desengaños, y ambos solo se encuentran donde nos encontramos hace poco: en el templo.”

Cada vez está más liado Augusto, hasta que de repente, Eugenia le dice que se quiere casar con el. Buscando razones que hayan podido empujar a su amada a adoptar ese cambio de timón, Augusto sospecha que su relación con Rosario ha pesado bastante.
“Probablemente no nace el amor sino al nacer los celos; son los celos los que nos revelan el amor. Por muy enamorada que esté una mujer de un hombre, o un hombre de una mujer, no se dan cuenta de que lo están, no se dicen a sí mismos que lo están, es decir, no se enamoran de veras sino cuando el ve que ella mira a otro hombre o ella le ve a el mirar a otra mujer. Si no hubiese más que un solo hombre, y una sola mujer en el mundo, sin más sociedad, sería imposible que se enamorasen uno del otro. Además de que hace falta siempre la tercera, la Celestina, y la Celestina es la sociedad.”

Como el asno de Buridán (un asno, según el autor, que murió de hambre y sed al no poder decidirse entre el saco de cebada y el cubo de agua que tenía delante) se encuentra Augusto entre Rosario y Eugenia, cuando decide escribir un erudito estudio sobre la mujer, para lo cual consulta con el crítico Antolín S. Paparrigópulos.

“Para Antolín, el principal , casi el único valor de las grandes obras maestras del ingenio humano, consiste en haber provocado un libro de crítica o de comentario; los grandes artistas, poetas, pintores, músicos, historiadores, filósofos, han nacido para que un erudito haga su biografía y un crítico comente sus obras, y una frase cualquiera de un gran escritor directo no adquiere valor hasta que un erudito no la repite y cita la obra, la edición y la página en que la expuso. Y todo aquello de la solidaridad y el trabajo colectivo no era más que envidia e impotencia –en otro punto del libro, Antolín declara que la obra humana, incluso grandes obras como “La divina comedia” , “La Eneida” o un cuadro de Velásquez, son colectivas, y que nada que no sea colectivo no es ni sólido ni durable-. Pertenecía a esa clase de comentadores de Homero que si Homero mismo redivivo entrase en su oficina cantando le echarían a empellones porque les estorbaba el trabajar sobre los textos muertos de sus obras y buscar una apax cualquiera en ellas”. Resulta curioso que se trate, en una novela de 1914, el mismo tema de la colectividad en el arte que se toca en la película “El manantial”, de King Vidor, rodada en 1949.

Continua Augusto en su encrucijada particular, entre Rosario y Eugenia, cuando mantiene este diálogo con su amigo Víctor:

“- Mejor, pequeño Hamlet, mejor. ¿Dudas?, luego piensas. ¿Piensas?, luego eres.
- Si, dudar es pensar.
- Y pensar es dudar y nada más que dudar. Se cree, se sabe, se imagina sin dudar; ni la fe, ni el conocimiento, ni la imaginación, suponen duda, y hasta la duda las destruye, pero no se piensa sin dudar. Y es la duda lo que de la fe y el conocimiento, que son algo estático, quieto, muerto, hace pensamiento, que es dinámico, inquieto, vivo.
- ¿Y la imaginación.
- Si, ahí cabe alguna duda...Cabe duda en el imaginar, que es pensar.”

Todas las dudas se disipan cuando Eugenia huye con Mauricio dos días antes de su boda con Augusto, no sin que antes, previamente, Mauricio se haya encargado también de cortejar a Rosario. Ante tantas desdichas, Augusto decide suicidarse, no sin antes presentarse ante el autor de su historia, ante el dador de vida, que da clases en la Universidad de Salamanca, y que no es otro que el mismo Unamuno. En un momento de la entrevista, Augusto se crece, decide seguir viviendo, que es inmortal y que va a acabar incluso con la vida del autor. Ante tamaño despropósito, el autor le dice que ya le tiene harto, y que va a acabar con el en cuanto llegue a su casa, que para eso es el autor. Augusto vuelve en el tren, contando los minutos que le quedan de vida, consternado y abatido. Habla el autor:

“Tristísima, dolorosísima había sido últimamente su vida, pero le era mucho más triste, le era más doloroso pensar que todo aquello no hubiese sido sino un sueño, y no sueño de el, sino sueño mío. La nada le parecía más pavorosa que el dolor. ¡Soñar uno que vive..., pase, pero que le sueñe otro...!”

Una gran novela, que no ha envejecido, para mi gusto, sino todo lo contrario. No os dejará indiferentes, os lo aseguro.


(1)”Ante la retórica de los motines populares, los espadones de la ronca revolucionaria nunca excusaron sus filos para acuchillar descamisados. El ejército español jamás ha malogrado ocasión de mostrarse heroico con la turba descalza y pelona que corre tras la charanga”.